El verano es la patria de los viajes. No así para Manuel Vilas (Barbastro, 1962) , quien desde hace años recorre el globo de punta a punta en perenne peregrinación por y para las palabras. Su itinerario enlaza Valladolid con Capri, Gijón con Pekín … Allí, todavía bajo el embrujo de la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida, teoriza sobre caminar, mirar e incluso escribir: el oficio del literato feriante retratado en ‘El mejor libro del mundo’ (Ediciones Destino). En sus páginas, la vulnerabilidad de la emoción queda enmascarada de irreverencia y, pese a tantos kilómetros, en su rostro se adivinan todavía las facciones del niño que fue. Por eso no hay pasión tan intensa como el odio a una aerolínea, ni cosmopolitismo ajeno al suplicio ferroviario español.Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘Dos tardes con Kafka’, de Manuel Vilas: carta de amor Javier Rioyo Confiesa el escritor de Barbastro la cercanía, la deuda y el amor por el escritor de Praga. Lo hace a su manera, con esa profunda ligereza marca de la casa—«He amado durante sesenta años un adverbio de lugar: el adverbio donde», escribe. Su «donde» ahora es aquí, China. ¿Cuál ha sido su primera impresión? —Me ha sorprendido muy gratamente China. Me ha impresionado el desarrollo tecnológico, el orden, la limpieza y la organización. También el urbanismo. He visto edificios de viviendas que están muy bien. Es una cosa que a mí me pasa, que veo una casa en una ciudad a la que voy y me imagino viviendo allí. Me ha encantado Alipay [plataforma de pagos electrónicos] y luego, claro, en relación a España los taxis son baratos. Como buen español, al ver que todo es tan barato, pues automáticamente me pongo muy contento.—El narrador, a quien me resisto a asimilar de manera plena con usted, tiene la capacidad de ver a los muertos. Supongamos que tuviera también la capacidad de ver vidas paralelas. ¿Cómo sería Manuel Vilas si fuera un escritor chino? ¿Qué sería diferente y qué permanecería inmutable?—Probablemente, sería inmutable la familia, el haber dedicado libros a narrar la historia familiar. Lo que evidentemente cambiaría es la pertenencia a la cultura occidental. Yo, claro, no puedo salir de mi construcción occidental. Nosotros tenemos un sistema sociológico, cultural, político, distinto a Oriente, negarlo sería mentir. Evidentemente, Europa está amenazada, pero yo no me cambio. Yo amo profundamente a Europa porque se está muy bien allí, a pesar de que los taxis sean caros.— Hablemos de esa identidad. Hay en este libro, también en su obra en general, una mirada casi despreciativa sobre lo español. Sin embargo, nacer hoy español implica ser más rico que el 75% de la población mundial y, privilegio particularmente brillante aquí, ciudadano de una democracia imperfectamente plena. Después de tantos viajes, ¿cómo reflexiona sobre España desde la perspectiva de la distancia?—Yo soy un escritor español, necesariamente. Hay escritores españoles que no saben que son escritores españoles [ríe]. Cuando uno nace en un país hereda un patrimonio y tiene que entenderse con ese patrimonio. Si naces en España heredas un patrimonio conflictivo porque hemos tenido una Guerra Civil, porque hay una enorme polarización, porque no siempre hemos sido fieles al bien común… Yo soy muy crítico con España, creo que se pueden hacer muchísimo mejor las cosas. Ahora, por ejemplo, hay una cosa que a mí me indigna de manera soberana que son los trenes. Yo me paso la vida viajando por España y he visto su deterioro masivo. Eso es un auténtico desastre y es intolerable. O sea, el AVE cambió España. La puntualidad del AVE supuso una revolución. Esto no es una tontería, eso significaba que de repente el país adquiría una seriedad que no se había visto nunca. Yo podía confiar en el AVE. Por tanto, al confiar en el AVE, yo confiaba en el Estado. [Vilas va elevando la voz, enfadado] ¿Ahora qué pasa? Que el AVE no funciona. Por tanto, yo ya no confío en el Estado. Perdona que me cabree, pero ese ministro que hay me parece un gran inútil. Me enfado muchísimo con ese tema, porque se había conseguido algo importante en España, que era la fiabilidad del Estado. Es que no es cualquier cosa. Que los trenes sean puntuales hace que un país sea respetable. —Pasemos pues a algo placentero: su relación con Kafka. Ha plasmado su fervor en ‘Dos tardes con Kafka’ (Alianza Editorial), publicado este año. Cuenta que él solo visitó ocho ciudades. ¿Hubiera sido mejor escritor si hubiera viajado más?—No. En absoluto. La idea del viaje que nosotros tenemos es una idea del viaje del siglo XXI, Kafka habría necesitado un año entero para viajar a Pekín. Kafka viajó lo que tuvo que viajar. De todas formas, al universo kafkiano sí que le vino bien sus estancias en Francia, en Italia, en Alemania; le abrieron los ojos a muchas cosas y evidentemente influyeron en su literatura. —Y usted, ¿hubiera sido peor escritor si hubiera viajado menos?—Yo creo que sí. Un escritor tiene que viajar porque es la única forma de atender el mundo. Hay escritores que no se mueven de su casa y son capaces de mirar el mundo igual. Yo no, yo necesito viajar para ver qué pasa. —Después de tanto viaje, ¿cuál es un lugar al que siempre volvería?—Roma. [Ríe] No es que sea muy original eligiendo Roma, claro.—Es lo que tienen los clásicos.—Sí. Roma es una ciudad abrumadora. Yo viví en Roma y fui muy feliz allí. Creo que todos somos hijos de esa ciudad. Pero también me gusta mucho Madrid, por ejemplo. Llevo más de diez años viviendo en Madrid y he conectado muchísimo. Madrid es una ciudad absolutamente abierta, a nadie le importa de dónde eres. Esto se repite como tópico, claro, porque es verdad. Es una ciudad sin identidad en el mejor sentido de la palabra. Tú vienes de donde sea y a la semana ya eres madrileño, a mí esto me parece fascinante. —¿Y un lugar al que nunca querría volver?—Un lugar al que no querría volver… [piensa un instante] Pues yo creo que ninguno. —¿No ha tenido episodios desagradables en algún destino?—Bueno, he tenido episodios desagradables con una aerolínea: Lufthansa. Me parece lo peor de lo peor.—Lo peor del mundo, ¡nada menos!—Para mí es lo peor del mundo. Lufthansa me ha dejado tirado dos veces y las dos veces no me ha dado explicación alguna y se ha negado a indemnizarme. Esto me pasó en Fráncfort. Mira, probablemente adonde no me gustaría volver sería a Fráncfort porque Lufthansa me dejó tirado.—Hay algo muy humano en el hecho de que un fenómeno milagroso como surcar el cielo sentado en una butaca se convierta en una experiencia desagradable. —En estos momentos las aerolíneas están haciendo lo que les da la gana, pero algunas más que otras. Ya te digo, yo sufrí de Lufthansa un trato absolutamente degradante. En la generación de mis padres subirse a un avión era una fiesta. Ahora es una tortura, están todo el rato humillándote, los asientos son cada vez más pequeños, hay una distinción de jerarquías… No hay lugar donde se demuestra de forma más contundente la división en clases sociales que en un avión. —El título de su libro da muestras de una disposición irónica pero también categórica. Por extensión, ¿cuál sería el mejor hotel del mundo?—Yo no he estado en el mejor hotel del mundo, pero sí he estado en buenos hoteles. Evidentemente, cuando estás en un buen hotel la estimación de tu persona se eleva. La belleza, la distinción y la sofisticación de las cosas te tocan el alma. Recuerdo el Eden Roc de Ascona, un hotel de cinco estrellas brutal en la Suiza italiana al lado del Lago Maggiore.—¿Y al revés?—En Santiago de Chile fui a un congreso de poesía y me metieron en una pensión que casi me muero. Si quieres matar a Manuel Vilas, mételo en una pensión. Coincidí con Antonio Muñoz Molina en otro festival y nos alojaron en un sitio que no era muy allá. Entonces Antonio dijo: «Hay sitios en los que no merece la pena despertarse» [ríe]. —Insiste mucho en que los desplazamientos condicionan la escritura. ¿Y la lectura? ¿Cómo lee cuando viaja?—Una cosa que a mí me mata es perder el tiempo. Yo tengo dos órdenes, leer o escribir. En los trenes leo o escribo. En los aviones leo, porque escribir es muy incómodo. Los libros te salvan de esos lugares donde el tiempo se pierde. —Está muy presente en su obra la idea de la muerte, el viaje definitivo. Rebasados los sesenta, el hito que origina este libro, ¿cómo contempla esa travesía ineludible?—[Suspira] Ahí hay un misterio enorme que se acentúa a medida que cumples años y tienes una mirada más abarcadora. Incluso te das cuenta de que no sabes muy bien qué ha sido tu vida. Y te enfrentas al gran enigma de, fundamentalmente, si hay o no alguna trascendencia. Hay una forma maravillosa de enfrentarse al enigma, que es celebrando siempre la vida. Y también, como decía Kafka, teniendo la alegría no como derecho, sino como obligación. El verano es la patria de los viajes. No así para Manuel Vilas (Barbastro, 1962) , quien desde hace años recorre el globo de punta a punta en perenne peregrinación por y para las palabras. Su itinerario enlaza Valladolid con Capri, Gijón con Pekín … Allí, todavía bajo el embrujo de la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida, teoriza sobre caminar, mirar e incluso escribir: el oficio del literato feriante retratado en ‘El mejor libro del mundo’ (Ediciones Destino). En sus páginas, la vulnerabilidad de la emoción queda enmascarada de irreverencia y, pese a tantos kilómetros, en su rostro se adivinan todavía las facciones del niño que fue. Por eso no hay pasión tan intensa como el odio a una aerolínea, ni cosmopolitismo ajeno al suplicio ferroviario español.Noticia Relacionada CRÍTICA DE: estandar Si ‘Dos tardes con Kafka’, de Manuel Vilas: carta de amor Javier Rioyo Confiesa el escritor de Barbastro la cercanía, la deuda y el amor por el escritor de Praga. Lo hace a su manera, con esa profunda ligereza marca de la casa—«He amado durante sesenta años un adverbio de lugar: el adverbio donde», escribe. Su «donde» ahora es aquí, China. ¿Cuál ha sido su primera impresión? —Me ha sorprendido muy gratamente China. Me ha impresionado el desarrollo tecnológico, el orden, la limpieza y la organización. También el urbanismo. He visto edificios de viviendas que están muy bien. Es una cosa que a mí me pasa, que veo una casa en una ciudad a la que voy y me imagino viviendo allí. Me ha encantado Alipay [plataforma de pagos electrónicos] y luego, claro, en relación a España los taxis son baratos. Como buen español, al ver que todo es tan barato, pues automáticamente me pongo muy contento.—El narrador, a quien me resisto a asimilar de manera plena con usted, tiene la capacidad de ver a los muertos. Supongamos que tuviera también la capacidad de ver vidas paralelas. ¿Cómo sería Manuel Vilas si fuera un escritor chino? ¿Qué sería diferente y qué permanecería inmutable?—Probablemente, sería inmutable la familia, el haber dedicado libros a narrar la historia familiar. Lo que evidentemente cambiaría es la pertenencia a la cultura occidental. Yo, claro, no puedo salir de mi construcción occidental. Nosotros tenemos un sistema sociológico, cultural, político, distinto a Oriente, negarlo sería mentir. Evidentemente, Europa está amenazada, pero yo no me cambio. Yo amo profundamente a Europa porque se está muy bien allí, a pesar de que los taxis sean caros.— Hablemos de esa identidad. Hay en este libro, también en su obra en general, una mirada casi despreciativa sobre lo español. Sin embargo, nacer hoy español implica ser más rico que el 75% de la población mundial y, privilegio particularmente brillante aquí, ciudadano de una democracia imperfectamente plena. Después de tantos viajes, ¿cómo reflexiona sobre España desde la perspectiva de la distancia?—Yo soy un escritor español, necesariamente. Hay escritores españoles que no saben que son escritores españoles [ríe]. Cuando uno nace en un país hereda un patrimonio y tiene que entenderse con ese patrimonio. Si naces en España heredas un patrimonio conflictivo porque hemos tenido una Guerra Civil, porque hay una enorme polarización, porque no siempre hemos sido fieles al bien común… Yo soy muy crítico con España, creo que se pueden hacer muchísimo mejor las cosas. Ahora, por ejemplo, hay una cosa que a mí me indigna de manera soberana que son los trenes. Yo me paso la vida viajando por España y he visto su deterioro masivo. Eso es un auténtico desastre y es intolerable. O sea, el AVE cambió España. La puntualidad del AVE supuso una revolución. Esto no es una tontería, eso significaba que de repente el país adquiría una seriedad que no se había visto nunca. Yo podía confiar en el AVE. Por tanto, al confiar en el AVE, yo confiaba en el Estado. [Vilas va elevando la voz, enfadado] ¿Ahora qué pasa? Que el AVE no funciona. Por tanto, yo ya no confío en el Estado. Perdona que me cabree, pero ese ministro que hay me parece un gran inútil. Me enfado muchísimo con ese tema, porque se había conseguido algo importante en España, que era la fiabilidad del Estado. Es que no es cualquier cosa. Que los trenes sean puntuales hace que un país sea respetable. —Pasemos pues a algo placentero: su relación con Kafka. Ha plasmado su fervor en ‘Dos tardes con Kafka’ (Alianza Editorial), publicado este año. Cuenta que él solo visitó ocho ciudades. ¿Hubiera sido mejor escritor si hubiera viajado más?—No. En absoluto. La idea del viaje que nosotros tenemos es una idea del viaje del siglo XXI, Kafka habría necesitado un año entero para viajar a Pekín. Kafka viajó lo que tuvo que viajar. De todas formas, al universo kafkiano sí que le vino bien sus estancias en Francia, en Italia, en Alemania; le abrieron los ojos a muchas cosas y evidentemente influyeron en su literatura. —Y usted, ¿hubiera sido peor escritor si hubiera viajado menos?—Yo creo que sí. Un escritor tiene que viajar porque es la única forma de atender el mundo. Hay escritores que no se mueven de su casa y son capaces de mirar el mundo igual. Yo no, yo necesito viajar para ver qué pasa. —Después de tanto viaje, ¿cuál es un lugar al que siempre volvería?—Roma. [Ríe] No es que sea muy original eligiendo Roma, claro.—Es lo que tienen los clásicos.—Sí. Roma es una ciudad abrumadora. Yo viví en Roma y fui muy feliz allí. Creo que todos somos hijos de esa ciudad. Pero también me gusta mucho Madrid, por ejemplo. Llevo más de diez años viviendo en Madrid y he conectado muchísimo. Madrid es una ciudad absolutamente abierta, a nadie le importa de dónde eres. Esto se repite como tópico, claro, porque es verdad. Es una ciudad sin identidad en el mejor sentido de la palabra. Tú vienes de donde sea y a la semana ya eres madrileño, a mí esto me parece fascinante. —¿Y un lugar al que nunca querría volver?—Un lugar al que no querría volver… [piensa un instante] Pues yo creo que ninguno. —¿No ha tenido episodios desagradables en algún destino?—Bueno, he tenido episodios desagradables con una aerolínea: Lufthansa. Me parece lo peor de lo peor.—Lo peor del mundo, ¡nada menos!—Para mí es lo peor del mundo. Lufthansa me ha dejado tirado dos veces y las dos veces no me ha dado explicación alguna y se ha negado a indemnizarme. Esto me pasó en Fráncfort. Mira, probablemente adonde no me gustaría volver sería a Fráncfort porque Lufthansa me dejó tirado.—Hay algo muy humano en el hecho de que un fenómeno milagroso como surcar el cielo sentado en una butaca se convierta en una experiencia desagradable. —En estos momentos las aerolíneas están haciendo lo que les da la gana, pero algunas más que otras. Ya te digo, yo sufrí de Lufthansa un trato absolutamente degradante. En la generación de mis padres subirse a un avión era una fiesta. Ahora es una tortura, están todo el rato humillándote, los asientos son cada vez más pequeños, hay una distinción de jerarquías… No hay lugar donde se demuestra de forma más contundente la división en clases sociales que en un avión. —El título de su libro da muestras de una disposición irónica pero también categórica. Por extensión, ¿cuál sería el mejor hotel del mundo?—Yo no he estado en el mejor hotel del mundo, pero sí he estado en buenos hoteles. Evidentemente, cuando estás en un buen hotel la estimación de tu persona se eleva. La belleza, la distinción y la sofisticación de las cosas te tocan el alma. Recuerdo el Eden Roc de Ascona, un hotel de cinco estrellas brutal en la Suiza italiana al lado del Lago Maggiore.—¿Y al revés?—En Santiago de Chile fui a un congreso de poesía y me metieron en una pensión que casi me muero. Si quieres matar a Manuel Vilas, mételo en una pensión. Coincidí con Antonio Muñoz Molina en otro festival y nos alojaron en un sitio que no era muy allá. Entonces Antonio dijo: «Hay sitios en los que no merece la pena despertarse» [ríe]. —Insiste mucho en que los desplazamientos condicionan la escritura. ¿Y la lectura? ¿Cómo lee cuando viaja?—Una cosa que a mí me mata es perder el tiempo. Yo tengo dos órdenes, leer o escribir. En los trenes leo o escribo. En los aviones leo, porque escribir es muy incómodo. Los libros te salvan de esos lugares donde el tiempo se pierde. —Está muy presente en su obra la idea de la muerte, el viaje definitivo. Rebasados los sesenta, el hito que origina este libro, ¿cómo contempla esa travesía ineludible?—[Suspira] Ahí hay un misterio enorme que se acentúa a medida que cumples años y tienes una mirada más abarcadora. Incluso te das cuenta de que no sabes muy bien qué ha sido tu vida. Y te enfrentas al gran enigma de, fundamentalmente, si hay o no alguna trascendencia. Hay una forma maravillosa de enfrentarse al enigma, que es celebrando siempre la vida. Y también, como decía Kafka, teniendo la alegría no como derecho, sino como obligación.
El verano es la patria de los viajes. No así para Manuel Vilas (Barbastro, 1962), quien desde hace años recorre el globo de punta a punta en perenne peregrinación por y para las palabras. Su itinerario enlaza Valladolid con Capri, Gijón con Pekín… … Allí, todavía bajo el embrujo de la Gran Muralla y la Ciudad Prohibida, teoriza sobre caminar, mirar e incluso escribir: el oficio del literato feriante retratado en ‘El mejor libro del mundo’ (Ediciones Destino). En sus páginas, la vulnerabilidad de la emoción queda enmascarada de irreverencia y, pese a tantos kilómetros, en su rostro se adivinan todavía las facciones del niño que fue. Por eso no hay pasión tan intensa como el odio a una aerolínea, ni cosmopolitismo ajeno al suplicio ferroviario español.
—«He amado durante sesenta años un adverbio de lugar: el adverbio donde», escribe. Su «donde» ahora es aquí, China. ¿Cuál ha sido su primera impresión?
—Me ha sorprendido muy gratamente China. Me ha impresionado el desarrollo tecnológico, el orden, la limpieza y la organización. También el urbanismo. He visto edificios de viviendas que están muy bien. Es una cosa que a mí me pasa, que veo una casa en una ciudad a la que voy y me imagino viviendo allí. Me ha encantado Alipay [plataforma de pagos electrónicos] y luego, claro, en relación a España los taxis son baratos. Como buen español, al ver que todo es tan barato, pues automáticamente me pongo muy contento.
—El narrador, a quien me resisto a asimilar de manera plena con usted, tiene la capacidad de ver a los muertos. Supongamos que tuviera también la capacidad de ver vidas paralelas. ¿Cómo sería Manuel Vilas si fuera un escritor chino? ¿Qué sería diferente y qué permanecería inmutable?
—Probablemente, sería inmutable la familia, el haber dedicado libros a narrar la historia familiar. Lo que evidentemente cambiaría es la pertenencia a la cultura occidental. Yo, claro, no puedo salir de mi construcción occidental. Nosotros tenemos un sistema sociológico, cultural, político, distinto a Oriente, negarlo sería mentir. Evidentemente, Europa está amenazada, pero yo no me cambio. Yo amo profundamente a Europa porque se está muy bien allí, a pesar de que los taxis sean caros.
—Hablemos de esa identidad. Hay en este libro, también en su obra en general, una mirada casi despreciativa sobre lo español. Sin embargo, nacer hoy español implica ser más rico que el 75% de la población mundial y, privilegio particularmente brillante aquí, ciudadano de una democracia imperfectamente plena. Después de tantos viajes, ¿cómo reflexiona sobre España desde la perspectiva de la distancia?
—Yo soy un escritor español, necesariamente. Hay escritores españoles que no saben que son escritores españoles [ríe]. Cuando uno nace en un país hereda un patrimonio y tiene que entenderse con ese patrimonio. Si naces en España heredas un patrimonio conflictivo porque hemos tenido una Guerra Civil, porque hay una enorme polarización, porque no siempre hemos sido fieles al bien común… Yo soy muy crítico con España, creo que se pueden hacer muchísimo mejor las cosas. Ahora, por ejemplo, hay una cosa que a mí me indigna de manera soberana que son los trenes. Yo me paso la vida viajando por España y he visto su deterioro masivo. Eso es un auténtico desastre y es intolerable. O sea, el AVE cambió España. La puntualidad del AVE supuso una revolución. Esto no es una tontería, eso significaba que de repente el país adquiría una seriedad que no se había visto nunca. Yo podía confiar en el AVE. Por tanto, al confiar en el AVE, yo confiaba en el Estado. [Vilas va elevando la voz, enfadado] ¿Ahora qué pasa? Que el AVE no funciona. Por tanto, yo ya no confío en el Estado. Perdona que me cabree, pero ese ministro que hay me parece un gran inútil. Me enfado muchísimo con ese tema, porque se había conseguido algo importante en España, que era la fiabilidad del Estado. Es que no es cualquier cosa. Que los trenes sean puntuales hace que un país sea respetable.
—Pasemos pues a algo placentero: su relación con Kafka. Ha plasmado su fervor en ‘Dos tardes con Kafka’ (Alianza Editorial), publicado este año. Cuenta que él solo visitó ocho ciudades. ¿Hubiera sido mejor escritor si hubiera viajado más?
—No. En absoluto. La idea del viaje que nosotros tenemos es una idea del viaje del siglo XXI, Kafka habría necesitado un año entero para viajar a Pekín. Kafka viajó lo que tuvo que viajar. De todas formas, al universo kafkiano sí que le vino bien sus estancias en Francia, en Italia, en Alemania; le abrieron los ojos a muchas cosas y evidentemente influyeron en su literatura.
—Y usted, ¿hubiera sido peor escritor si hubiera viajado menos?
—Yo creo que sí. Un escritor tiene que viajar porque es la única forma de atender el mundo. Hay escritores que no se mueven de su casa y son capaces de mirar el mundo igual. Yo no, yo necesito viajar para ver qué pasa.
—Después de tanto viaje, ¿cuál es un lugar al que siempre volvería?
—Roma. [Ríe] No es que sea muy original eligiendo Roma, claro.
—Es lo que tienen los clásicos.
—Sí. Roma es una ciudad abrumadora. Yo viví en Roma y fui muy feliz allí. Creo que todos somos hijos de esa ciudad. Pero también me gusta mucho Madrid, por ejemplo. Llevo más de diez años viviendo en Madrid y he conectado muchísimo. Madrid es una ciudad absolutamente abierta, a nadie le importa de dónde eres. Esto se repite como tópico, claro, porque es verdad. Es una ciudad sin identidad en el mejor sentido de la palabra. Tú vienes de donde sea y a la semana ya eres madrileño, a mí esto me parece fascinante.
—¿Y un lugar al que nunca querría volver?
—Un lugar al que no querría volver… [piensa un instante] Pues yo creo que ninguno.
—¿No ha tenido episodios desagradables en algún destino?
—Bueno, he tenido episodios desagradables con una aerolínea: Lufthansa. Me parece lo peor de lo peor.
—Lo peor del mundo, ¡nada menos!
—Para mí es lo peor del mundo. Lufthansa me ha dejado tirado dos veces y las dos veces no me ha dado explicación alguna y se ha negado a indemnizarme. Esto me pasó en Fráncfort. Mira, probablemente adonde no me gustaría volver sería a Fráncfort porque Lufthansa me dejó tirado.
—Hay algo muy humano en el hecho de que un fenómeno milagroso como surcar el cielo sentado en una butaca se convierta en una experiencia desagradable.
—En estos momentos las aerolíneas están haciendo lo que les da la gana, pero algunas más que otras. Ya te digo, yo sufrí de Lufthansa un trato absolutamente degradante. En la generación de mis padres subirse a un avión era una fiesta. Ahora es una tortura, están todo el rato humillándote, los asientos son cada vez más pequeños, hay una distinción de jerarquías… No hay lugar donde se demuestra de forma más contundente la división en clases sociales que en un avión.
—El título de su libro da muestras de una disposición irónica pero también categórica. Por extensión, ¿cuál sería el mejor hotel del mundo?
—Yo no he estado en el mejor hotel del mundo, pero sí he estado en buenos hoteles. Evidentemente, cuando estás en un buen hotel la estimación de tu persona se eleva. La belleza, la distinción y la sofisticación de las cosas te tocan el alma. Recuerdo el Eden Roc de Ascona, un hotel de cinco estrellas brutal en la Suiza italiana al lado del Lago Maggiore.
—¿Y al revés?
—En Santiago de Chile fui a un congreso de poesía y me metieron en una pensión que casi me muero. Si quieres matar a Manuel Vilas, mételo en una pensión. Coincidí con Antonio Muñoz Molina en otro festival y nos alojaron en un sitio que no era muy allá. Entonces Antonio dijo: «Hay sitios en los que no merece la pena despertarse» [ríe].
—Insiste mucho en que los desplazamientos condicionan la escritura. ¿Y la lectura? ¿Cómo lee cuando viaja?
—Una cosa que a mí me mata es perder el tiempo. Yo tengo dos órdenes, leer o escribir. En los trenes leo o escribo. En los aviones leo, porque escribir es muy incómodo. Los libros te salvan de esos lugares donde el tiempo se pierde.
—Está muy presente en su obra la idea de la muerte, el viaje definitivo. Rebasados los sesenta, el hito que origina este libro, ¿cómo contempla esa travesía ineludible?
—[Suspira] Ahí hay un misterio enorme que se acentúa a medida que cumples años y tienes una mirada más abarcadora. Incluso te das cuenta de que no sabes muy bien qué ha sido tu vida. Y te enfrentas al gran enigma de, fundamentalmente, si hay o no alguna trascendencia. Hay una forma maravillosa de enfrentarse al enigma, que es celebrando siempre la vida. Y también, como decía Kafka, teniendo la alegría no como derecho, sino como obligación.
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