Etapa pesada como la digestión de una cena sin paseo tras una tarde de canícula, y una fuga de compromiso, hasta el cruce de puñetazos en una cuesta de dos kilómetros que llaman el Alpe d’Huez de Bretaña. Un final eruptivo que comienza a seis kilómetros de la meta con una caída que causa dolor solo verla —frenazo seco, una decena al suelo sobre el asfalto áspero, bicicletas, hierros y huesos, gritos de atontamiento de Buitrago, retirada de Haig—, acaba con el juego de comodín del gran Joao Almeida y corta a Enric Mas, que pierde 51s; continúa con una aceleración de Tadej Pogacar a 1.700m, donde la pendiente es del 15%, que selecciona a los de siempre, a sus fieles Jonas Vingegaard y Remco Evenepoel, que ya le escoltaron en el podio final del 24, un juego de miradas tipo velódromo, un lanzamiento del detonador Jonny Narváez en el falso llano, y la descarga final del Pogacar omnipotente, omnipresente, omnímodo, omnitodo encendido por una pasión popular nunca vista. En 200m aventaja en 2s a todos los que intentan seguirle salvo a Vingegaard, adherido a su rueda, y un choque de manos que significa reconocimiento, no sumisión.
El esloveno recupera el liderato de la ‘grande boucle’ tras conseguir en la subida al Mûr de Bretaña su segunda victoria de etapa de esta edición
Etapa pesada como la digestión de una cena sin paseo tras una tarde de canícula, y una fuga de compromiso, hasta el cruce de puñetazos en una cuesta de dos kilómetros que llaman el Alpe d’Huez de Bretaña. Un final eruptivo que comienza a seis kilómetros de la meta con una caída que causa dolor solo verla —frenazo seco, una decena al suelo sobre el asfalto áspero, bicicletas, hierros y huesos, gritos de atontamiento de Buitrago, retirada de Haig—, acaba con el juego de comodín del gran Joao Almeida y corta a Enric Mas, que pierde 51s; continúa con una aceleración de Tadej Pogacar a 1.700m, donde la pendiente es del 15%, que selecciona a los de siempre, a sus fieles Jonas Vingegaard y Remco Evenepoel, que ya le escoltaron en el podio final del 24, un juego de miradas tipo velódromo, un lanzamiento del detonador Jonny Narváez en el falso llano, y la descarga final del Pogacar omnipotente, omnipresente, omnímodo, omnitodo encendido por una pasión popular nunca vista. En 200m aventaja en 2s a todos los que intentan seguirle salvo a Vingegaard, adherido a su rueda, y un choque de manos que significa reconocimiento, no sumisión.
Segunda victoria de etapa para el esloveno, que recupera el maillot amarillo prestado la víspera a Mathieu van der Poel hecho polvo ya.
Así funcionan el caníbal del siglo XXI y su equipo, como lo hacía Bernard Hinault: prohibido no ganar, y menos en la Bretaña de los setos y los toboganes, y a su paso solo se oye un grito, Kévin, Kévin, por Vauquelin. Pogacar lo recuerda y sonríe: “Qué bien que lleguen jóvenes valientes”…
La frontera entre Normandía y Bretaña no la traza como todo el mundo piensa las filas de turistas en caravana hacia el disputado Mont Saint Michel, que no puntúa en el Tour, pero saca a la carrera de su nube de autosatisfacción, y a los ciclistas del encantamiento, al ponerla en contacto con la realidad más prosaica durante la canícula de julio; tampoco, como pueden opinar los agentes pecuarios, el salto paisajístico y aromático de vacas sesteando en prados gustosos a cerdos encerrados en cochineras entre vahos de purines que contaminan las tierras bretonas; la cultura francesa verdadera distingue ambas regiones por sus campeones, por la normanda elegancia charmant de Jacques Anquetil y sus mujeres, desayunos con champagne del ciclista más hermoso sobre la bicicleta, contra el paletismo rural de los grandes bretones, ocho Tours entre los dos, los tres de Louison Bobet, hijo del panadero de Saint Méen que terminó viviendo de un spa en Biarritz, y los cinco de Bernard Hinault, el Tejón, el último galo irreductible ganador del Tour, hace 40 años ya. Viernes Y sábado, en la travesía de Bretaña, la carrera pasa por sus pueblos en obligatorio duelo de amor perdido de quien, como Estopa, ya no se acuerda ni de su risa. El gran acontecimiento ya no es suyo.
En Yffiniac, donde planta maíz, y en Calorguen, donde alimenta a sus vacas, Hinault lamenta el viernes ser el poseedor del récord más triste: 40 años es el lapso más grande sin un francés de amarillo en París. Posee el récord desde hace 30 años, cuando, coincidiendo con el quinto Tour de Indurain, ya Francia escribía que era inconcebible un lapso de 10 años de desierto cuando ocho ediciones era el tope; entre Garrigou, 1911, y Henry Pélissier, 1923, restando los cuatro sin Tour por la Gran Guerra; entre Pingeon, 1967, y Thévenet, 1975, con Merckx entre medias). “Qué terribles los 8s que le costaron a Fignon el Tour del 89”, llora Hinault, que pasa el dedo por la lista de franceses en el podio en los 40 años de sequía –Bernard, Virenque, Péraud, Pinot, Bardet…, qué fue de ellos—y, como todos los viejos, fustiga a los medios y a los jóvenes, tan perezosos, tan conformistas. “Mirad Gaudu, fue cuarto en hace tres años y se le celebró en la prensa como un héroe…”, opina Hinault sobre un paisano bretón que ha entrado en una espiral de baja forma, dudas y desilusión y ha renunciado a correr este año. “Qué motivación puede tener si ya le tratan como si lo hubiera ganado…”
En la carretera, Kévin Vauquelin, el último francés lanzado al estrellato sin un palmarés que le respalde, intenta romper todos los límites. La del Tour en el futuro, en el ahora, just Bretaña, solo el Mûr. Es un Valverde normando, pero pelea feroz, como un bretón, e intenta ganar en el Mûr de Bretaña, el lugar de Mathieu van der Poel, la cuesta que recuerda que los más grandes ciclistas ya no nacen ni en Normandía ni en Bretaña ni en el Hexágono, ni tampoco en la Vieja Europa. El primero del día, en Eslovenia; el segundo, en Dinamarca, los dos que entre ellos han sido primero o segundo en los últimos cinco Tours. Y aún son jóvenes.
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