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  Nacional  Diez horas en el centro del apagón
Nacional

Diez horas en el centro del apagón

abril 29, 2025
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Hay veces que la ciudad, a oscuras, pero con el sol en lo alto, dice cosas. Madrid, con sus más de tres millones de habitantes y otros millones más que no podían regresar a sus casas cuando todo se había fundido a negro, rugía. Sonaban las sirenas de bomberos, de policías, de ambulancias. Sonaban los motores de los coches en primera, sus cláxones para poner orden. Ante la ausencia de semáforos, se había impuesto una cortesía inusitada en esta capital de mentadas de madre, aspavientos desde las ventanillas y accidentes cada día en la M-30 (el circuito que la abraza). La ciudad salvaje decía cosas cuando a las 13 horas los hospitales públicos funcionaban sin luz pero con la precisión y la calma de un neurocirujano. Y también decía otras cosas mucha de su gente, la que vive en Madrid, pero duerme a las afueras, la que no tiene coche y caminaba sin parar cargando ordenadores, libros, sin saber bien hacia dónde ir. Gente que pedía autoestop para que alguien los acercara algunos kilómetros a su destino. Muchos que no habían hablado con su madre desde hacía horas y otros que posiblemente al cierre de este periódico no hayan conseguido regresar a su casa a dormir con la red ferroviaria cortada.

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28 04 2025. Madrid. Un reponedor carga bolsas de carbón en una de las estanterías del supermercado Alcampo de Vallecas.28 04 2025. Madrid. Estanterías de pan vacías del supermercado Alcampo en Vallecas. E lena Reina Desde las puertas de un hospital en Madrid, a compras masivas de agua y carbón, hasta el Puente de Vallecas convertido en un malecón  

Hay veces que la ciudad, a oscuras, pero con el sol en lo alto, dice cosas. Madrid, con sus más de tres millones de habitantes y otros millones más que no podían regresar a sus casas cuando todo se había fundido a negro, rugía. Sonaban las sirenas de bomberos, de policías, de ambulancias. Sonaban los motores de los coches en primera, sus cláxones para poner orden. Ante la ausencia de semáforos, se había impuesto una cortesía inusitada en esta capital de mentadas de madre, aspavientos desde las ventanillas y accidentes cada día en la M-30 (el circuito que la abraza). La ciudad salvaje decía cosas cuando a las 13 horas los hospitales públicos funcionaban sin luz pero con la precisión y la calma de un neurocirujano. Y también decía otras cosas mucha de su gente, la que vive en Madrid, pero duerme a las afueras, la que no tiene coche y caminaba sin parar cargando ordenadores, libros, sin saber bien hacia dónde ir. Gente que pedía autoestop para que alguien los acercara algunos kilómetros a su destino. Muchos que no habían hablado con su madre desde hacía horas y otros que posiblemente al cierre de este periódico no hayan conseguido regresar a su casa a dormir con la red ferroviaria cortada.

A 12.40 horas, todo el mundo se miraba el ombligo. Apagaba y encendía el móvil. Revisaba los plomos de su casa. Se asomaba al rellano. Veía a un vecino subir asfixiado las escaleras porque no funcionaba el ascensor. A las 13 horas, el apagón en Madrid era todavía algo individual, quizá de un edificio, puede que de una zona, un tren, una estación, un barrio, un distrito. Se había apagado un país y todavía no lo sabían.

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Hacia las 14.30, hora de salida de muchos trabajos y centros escolares, las calles del sur de Madrid, en Usera, una de las zonas más pobres de la capital, eran un río de gente. Como si los vagones abarrotados cada día por la mano de obra que empuja esta ciudad se hubieran vaciado en las aceras y sus pasajeros deambulaban desorientados. El plano del Metro no funciona en la superficie y el de Google Maps había pasado a mejor vida. La gente trataba de llegar al único sitio del que sabían que podría salir algún transporte: la estación de Atocha.

A las 14.45, las puertas del hospital Doce de Octubre, se respiraba una calma inusual. Era uno de los pocos sitios en el país donde había luz en los pasillos y funcionaban los teléfonos y los ordenadores. Desde la oficina de prensa aseguraban que lo único que se había interrumpido era la actividad ordinaria, las consultas previstas y las cirugías, pero aseguraban que lo demás podía funcionar con cierta normalidad, gracias a unos grupos electrógenos, lo suficiente como para atender cualquier emergencia y operación extraordinaria. Un hombre que acompañaba a su padre que llevaba semanas ingresado por un problema renal trataba de buscar una cafetería para comer; otra mujer llamaba sin parar a un taxi. “El caos está fuera. Dentro ni nos hemos enterado”, contaba a este diario Carmen, que acompañaba a su padre a buscar el coche para irse a casa.

A las puertas estaba la auxiliar de enfermería, Luz Osorio, de 58 años, nacida en el eje cafetalero colombiano, pero residente en España desde hace más de 30 años. Cuando todo se apagó, cuenta, estaba en el control metiendo los datos de un paciente. “Y, de repente, ¡pum!, la pantalla se puso negra», recuerda. Este lunes había decidido no coger el coche, pues es imposible aparcar por la zona. El problema es que a la salida de su turno, a las 15.00, no había forma humana de llegar a Vallecas, donde vive. Y decidió pedir ayuda a los coches que pasaban. “¿Por favor, me podría acercar aunque sea un tramito? De verdad, qué vergüenza, pero es que no sé qué más hacer. ¿Ha visto usted si van autobuses para allá?“, preguntaba Osorio a una conductora.

Las paradas de autobús más cercanas contaban con más de 50 personas esperando. Muchos de ellos, pacientes del hospital que buscaban un vehículo que se dirigiera hacia Alcorcón, Getafe, Ciempozuelos. Algunos portaban libretas con los destinos escritos con rotulador; otros, simplemente, tocaban las ventanillas de los coches. Muchos consiguieron subirse a los vehículos: “Sí, sí, aunque sea si me puedes acercar un poco. Ya ahí me busco la vida”, le agradecía una mujer a un conductor mientras se montaba. La ciudad decía muchas más cosas que sus mandatarios cuatro horas después del apagón.

Las principales vías de salida de la ciudad estaban atascadas, la M-30 o la M-40 llevaban retrasos de más de dos horas, para trayectos de no más de 30 minutos. Y desde el hospital Doce de Octubre hasta la avenida de la Albufera en Vallecas, a las 17.00 horas de este lunes, uno podía hacerse más de hora y media en un trayecto de poco más de siete kilómetros.

A las puertas del Alcampo de la calle de Monleón en el corazón de Vallecas sí había llegado el apocalipsis. Así lo aseguraba José, que reponía como podía las reservas de un producto que ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado. Carbón. Se estaba agotando el carbón. Familias con carros llenos de carbón, agua y pan llenaban las colas de este supermercado sin que uno se explicara bien por qué en esta nueva crisis este producto se había convertido en el nuevo papel higiénico. Lo explicaban Luisa y Petra: “Ni lo hemos pensado. Hemos visto que nuestros vecinos se lo llevaban y claro, tiene todo el sentido. Esta noche hacemos unas hogueras en la calle y asamos unas chuletas”. “Yo, de verdad que no entiendo nada. La gente está fatal”, murmuraba José, que movía un carro con decenas de sacos para reponer las estanterías.

28 04 2025. Madrid. Un reponedor carga bolsas de carbón en una de las estanterías del supermercado Alcampo de Vallecas.
28 04 2025. Madrid. Un reponedor carga bolsas de carbón en una de las estanterías del supermercado Alcampo de Vallecas.Elena Reina

A las 17.30 horas el pan se había acabado en el supermercado. O eso parecía. Aunque María sacaba algunas barras bajo petición. Un mecanismo de racionamiento que consistía en el sentido común. Pues había visto a gente llevarse más de 10 barras esa tarde. Así que imponía un máximo de dos por persona. Y punto.

28 04 2025. Madrid. Estanterías de pan vacías del supermercado Alcampo en Vallecas. E lena Reina
28 04 2025. Madrid. Estanterías de pan vacías del supermercado Alcampo en Vallecas. E lena ReinaElena Reina

A las 18.30 horas, la avenida de la Albufera a la altura del Puente de Vallecas era lo más parecido a un malecón, aunque sin mar y con vistas al horroroso artefacto gris que los activistas del barrio apodaron el Scalextric. En esta calle, que a media tarde bullía, no quedaba abierto ya ningún negocio. Los vecinos habían poblado los bancos, las aceras, se apoyaban en los portales. Llevaban cervezas en la mano, algunos unas radios, otros habían decidido agotar lo poco que les quedaba de batería para amenizar la tarde al ritmo de Canelita y Bad Bunny.

La ciudad decía muchas cosas a esas horas, cuando ya había intervenido el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, para decir que todavía no se sabía nada sobre la causa del apagón. Pues en estos puntos del Madrid obrero y pobre, los comercios habían cerrado “por precaución”, aseguraba un vecino. Aquí ni el VIPS, ni el Primaprix ni un KFC tenían las persianas subidas (no así en otras zonas más acomodadas). La calle seguía oliendo a basura podrida, de la huelga que se acababa de desconvocar, pero los camiones no se habían acercado todavía al barrio. Y sus habitantes, ajenos al trajín de algunos bares y comercios con pago electrónico y wifi del centro, hacían lo que saben hacer: sobrevivir del otro lado.

 

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