Vaya por delante que un escritor lo primero y último que sabe es que es eso mismo, un escritor a solas, pues todo arte se es en la más celosa e íntima soledad. Decía Valle- Inclán: «Yo no soy más que mi barba y el brazo que me falta». Así, jamás uno se podría catalogar ni como escritor taurino ni como escritor de filosofía, ni como poeta ni como novelista, nada de eso, simplemente uno escribe de Belmonte o de Nietzsche a modo de ensayo libre y personal. Con estas premisas quién nos iba a decir que, por mor de la caótica sociedad de este endiablado siglo, a los que escribimos de toros se nos iba a vilipendiar y menospreciar como si fuésemos poco más que unos malhechores sin escrúpulos que sólo saben disfrutar de la crueldad de los toros y su sangre. Mucho me temo que tal dilema siempre ocurrió, pero no creo que el énfasis malévolo de las redes sociales tenga parangón. Se precisa de un espíritu rebelde e intrépido para ir contra la sociedad y sus modas devoradoras para escribir de toros. Ya la misma Generación del 98 sacudió con repulsa a la tauromaquia, menospreciando a los toreros. Tuvo que ser la Generación del 27 la que sí viera y quisiera escribir de toros como arte sin complejos, provocando no pocas fobias y filias. Cuando Manuel Machado empezó a escribir de toros con tal enjundia poética, pocos o nadie (seguramente ni él mismo) caería en la cuenta de que estaba abriendo un nuevo género lingüístico, el del galleo literario, que no es otro que el de lidiar, no sólo con los entresijos de lo que ocurre en la plaza, sino más aún, con el toro de la sociedad, si me apuran, el toro más manso propio de banderillas negras, y por ende peligroso que existe. De ahí mi admiración a los escritores, no sólo a los clásicos de antaño: Bergamín, Gerardo Diego, Pemán… sino también a esos García Márquez, Vargas Llosa, Sánchez Dragó, Savater, Antonio Caballero… No han temido enfrentarse a ese toro de la sociedad; si no escribiendo de toros, sí al menos dejando su postura bien clara, aun a sabiendas del impopular precio a pagar por los ignorantes sumidos y abocados a la incultura y la hipocresía. Existe en todo ello algo de juego y burla; greguerías, que dijera Gómez de la Serna. Vaya por delante que un escritor lo primero y último que sabe es que es eso mismo, un escritor a solas, pues todo arte se es en la más celosa e íntima soledad. Decía Valle- Inclán: «Yo no soy más que mi barba y el brazo que me falta». Así, jamás uno se podría catalogar ni como escritor taurino ni como escritor de filosofía, ni como poeta ni como novelista, nada de eso, simplemente uno escribe de Belmonte o de Nietzsche a modo de ensayo libre y personal. Con estas premisas quién nos iba a decir que, por mor de la caótica sociedad de este endiablado siglo, a los que escribimos de toros se nos iba a vilipendiar y menospreciar como si fuésemos poco más que unos malhechores sin escrúpulos que sólo saben disfrutar de la crueldad de los toros y su sangre. Mucho me temo que tal dilema siempre ocurrió, pero no creo que el énfasis malévolo de las redes sociales tenga parangón. Se precisa de un espíritu rebelde e intrépido para ir contra la sociedad y sus modas devoradoras para escribir de toros. Ya la misma Generación del 98 sacudió con repulsa a la tauromaquia, menospreciando a los toreros. Tuvo que ser la Generación del 27 la que sí viera y quisiera escribir de toros como arte sin complejos, provocando no pocas fobias y filias. Cuando Manuel Machado empezó a escribir de toros con tal enjundia poética, pocos o nadie (seguramente ni él mismo) caería en la cuenta de que estaba abriendo un nuevo género lingüístico, el del galleo literario, que no es otro que el de lidiar, no sólo con los entresijos de lo que ocurre en la plaza, sino más aún, con el toro de la sociedad, si me apuran, el toro más manso propio de banderillas negras, y por ende peligroso que existe. De ahí mi admiración a los escritores, no sólo a los clásicos de antaño: Bergamín, Gerardo Diego, Pemán… sino también a esos García Márquez, Vargas Llosa, Sánchez Dragó, Savater, Antonio Caballero… No han temido enfrentarse a ese toro de la sociedad; si no escribiendo de toros, sí al menos dejando su postura bien clara, aun a sabiendas del impopular precio a pagar por los ignorantes sumidos y abocados a la incultura y la hipocresía. Existe en todo ello algo de juego y burla; greguerías, que dijera Gómez de la Serna.
Tuvo que ser la Generación del 27 la que sí viera y quisiera escribir de toros como arte sin complejos, provocando no pocas fobias y filias
Vaya por delante que un escritor lo primero y último que sabe es que es eso mismo, un escritor a solas, pues todo arte se es en la más celosa e íntima soledad. Decía Valle- Inclán: «Yo no soy más que mi barba y el … brazo que me falta». Así, jamás uno se podría catalogar ni como escritor taurino ni como escritor de filosofía, ni como poeta ni como novelista, nada de eso, simplemente uno escribe de Belmonte o de Nietzsche a modo de ensayo libre y personal. Con estas premisas quién nos iba a decir que, por mor de la caótica sociedad de este endiablado siglo, a los que escribimos de toros se nos iba a vilipendiar y menospreciar como si fuésemos poco más que unos malhechores sin escrúpulos que sólo saben disfrutar de la crueldad de los toros y su sangre. Mucho me temo que tal dilema siempre ocurrió, pero no creo que el énfasis malévolo de las redes sociales tenga parangón. Se precisa de un espíritu rebelde e intrépido para ir contra la sociedad y sus modas devoradoras para escribir de toros. Ya la misma Generación del 98 sacudió con repulsa a la tauromaquia, menospreciando a los toreros. Tuvo que ser la Generación del 27 la que sí viera y quisiera escribir de toros como arte sin complejos, provocando no pocas fobias y filias. Cuando Manuel Machado empezó a escribir de toros con tal enjundia poética, pocos o nadie (seguramente ni él mismo) caería en la cuenta de que estaba abriendo un nuevo género lingüístico, el del galleo literario, que no es otro que el de lidiar, no sólo con los entresijos de lo que ocurre en la plaza, sino más aún, con el toro de la sociedad, si me apuran, el toro más manso propio de banderillas negras, y por ende peligroso que existe. De ahí mi admiración a los escritores, no sólo a los clásicos de antaño: Bergamín, Gerardo Diego, Pemán… sino también a esos García Márquez, Vargas Llosa, Sánchez Dragó, Savater, Antonio Caballero… No han temido enfrentarse a ese toro de la sociedad; si no escribiendo de toros, sí al menos dejando su postura bien clara, aun a sabiendas del impopular precio a pagar por los ignorantes sumidos y abocados a la incultura y la hipocresía. Existe en todo ello algo de juego y burla; greguerías, que dijera Gómez de la Serna.
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