Una de las creencias más extendidas es que las rentas del capital están desbocadas. Así quedó de manifiesto en los comentarios a mi artículo ‘La trampa de la mediocridad’ que el economista Jesús Fernández-Villaverde popularizó en redes sociales la semana pasada. Frente a unos sueldos mediocres, los beneficios empresariales y los ingresos por alquileres y dividendos se perciben como crecientes, casi obscenos. Pero como tantas veces ocurre, los datos matizan –y en parte desmienten– esta sensación.Francisco de la Torre Díaz , que acaba de publicar con Fernández-Villaverde ‘La factura del cupo catalán’, me facilitó un análisis de los datos de la Agencia Tributaria que indica que las rentas del capital mobiliario –dividendos, intereses y otras ganancias financieras– no han vivido ninguna explosión. En 2022 –¡datos más recientes! – aún no habían recuperado, en términos reales, los niveles previos a la pandemia. En el caso del capital mobiliario las rentas apenas han crecido un 2% ajustadas por inflación, pero el rendimiento medio ha caído. Lejos de grandes patrimonios que multiplican sus rentas, hay más personas declarando importes más bajos por contribuyente.La misma imagen se refuerza en los datos de la contabilidad nacional, que me refiere el economista Rafael Doménech . Si se analiza la evolución de las rentas deflactadas entre 2019 y 2023 (utilizando el deflactor del PIB), se observa que los salarios reales han crecido un 12,5%, por encima incluso del propio PIB real (+8%). En cambio, el excedente bruto de explotación y rentas mixtas, que agrupa los beneficios empresariales y las rentas de autónomos, ha aumentado un 4%. No parece, por tanto, que los trabajadores estén financiando con su esfuerzo la riqueza de los empresarios. Este desajuste entre percepción y realidad responde a una causa profunda: la falta de prosperidad generalizada. España no está atrapada en un conflicto distributivo clásico, sino en algo más sutil y dañino: una economía que no produce suficiente valor para repartir. No hay salarios altos, pero tampoco beneficios extraordinarios. No hay ricos creciendo a costa de pobres, sino un empobrecimiento general.Todo esto encaja con el diagnóstico que apuntábamos en la columna anterior: España no sufre tanto una desigualdad galopante como una mediocridad generalizada . Las rentas del trabajo no despegan, pero las del capital tampoco. El país entero parece atrapado en un bajo dinamismo económico. Hay que mirar al envejecimiento, pero también al nivel impositivo que disuade al profesor de dar una hora más de clases si el fruto de su esfuerzo se lo lleva Hacienda. Hay que dejar de maldecir a las manos hábiles que acumulan capital y estimular la cultura del ahorro. Nuestro problema no es una lucha entre rentistas y asalariados, sino una economía que no genera prosperidad suficiente para nadie. En lugar de buscar culpables, deberíamos empezar a preguntarnos por qué no producimos más valor y cómo cambiarlo. Una de las creencias más extendidas es que las rentas del capital están desbocadas. Así quedó de manifiesto en los comentarios a mi artículo ‘La trampa de la mediocridad’ que el economista Jesús Fernández-Villaverde popularizó en redes sociales la semana pasada. Frente a unos sueldos mediocres, los beneficios empresariales y los ingresos por alquileres y dividendos se perciben como crecientes, casi obscenos. Pero como tantas veces ocurre, los datos matizan –y en parte desmienten– esta sensación.Francisco de la Torre Díaz , que acaba de publicar con Fernández-Villaverde ‘La factura del cupo catalán’, me facilitó un análisis de los datos de la Agencia Tributaria que indica que las rentas del capital mobiliario –dividendos, intereses y otras ganancias financieras– no han vivido ninguna explosión. En 2022 –¡datos más recientes! – aún no habían recuperado, en términos reales, los niveles previos a la pandemia. En el caso del capital mobiliario las rentas apenas han crecido un 2% ajustadas por inflación, pero el rendimiento medio ha caído. Lejos de grandes patrimonios que multiplican sus rentas, hay más personas declarando importes más bajos por contribuyente.La misma imagen se refuerza en los datos de la contabilidad nacional, que me refiere el economista Rafael Doménech . Si se analiza la evolución de las rentas deflactadas entre 2019 y 2023 (utilizando el deflactor del PIB), se observa que los salarios reales han crecido un 12,5%, por encima incluso del propio PIB real (+8%). En cambio, el excedente bruto de explotación y rentas mixtas, que agrupa los beneficios empresariales y las rentas de autónomos, ha aumentado un 4%. No parece, por tanto, que los trabajadores estén financiando con su esfuerzo la riqueza de los empresarios. Este desajuste entre percepción y realidad responde a una causa profunda: la falta de prosperidad generalizada. España no está atrapada en un conflicto distributivo clásico, sino en algo más sutil y dañino: una economía que no produce suficiente valor para repartir. No hay salarios altos, pero tampoco beneficios extraordinarios. No hay ricos creciendo a costa de pobres, sino un empobrecimiento general.Todo esto encaja con el diagnóstico que apuntábamos en la columna anterior: España no sufre tanto una desigualdad galopante como una mediocridad generalizada . Las rentas del trabajo no despegan, pero las del capital tampoco. El país entero parece atrapado en un bajo dinamismo económico. Hay que mirar al envejecimiento, pero también al nivel impositivo que disuade al profesor de dar una hora más de clases si el fruto de su esfuerzo se lo lleva Hacienda. Hay que dejar de maldecir a las manos hábiles que acumulan capital y estimular la cultura del ahorro. Nuestro problema no es una lucha entre rentistas y asalariados, sino una economía que no genera prosperidad suficiente para nadie. En lugar de buscar culpables, deberíamos empezar a preguntarnos por qué no producimos más valor y cómo cambiarlo.
AJUSTE DE CUENTAS
La evolución de las rentas empresariales en España no permite sostener un discurso de lucha de clases
Una de las creencias más extendidas es que las rentas del capital están desbocadas. Así quedó de manifiesto en los comentarios a mi artículo ‘La trampa de la mediocridad’ que el economista Jesús Fernández-Villaverde popularizó en redes sociales la semana pasada. Frente a … unos sueldos mediocres, los beneficios empresariales y los ingresos por alquileres y dividendos se perciben como crecientes, casi obscenos. Pero como tantas veces ocurre, los datos matizan –y en parte desmienten– esta sensación.
Francisco de la Torre Díaz, que acaba de publicar con Fernández-Villaverde ‘La factura del cupo catalán’, me facilitó un análisis de los datos de la Agencia Tributaria que indica que las rentas del capital mobiliario –dividendos, intereses y otras ganancias financieras– no han vivido ninguna explosión. En 2022 –¡datos más recientes! – aún no habían recuperado, en términos reales, los niveles previos a la pandemia. En el caso del capital mobiliario las rentas apenas han crecido un 2% ajustadas por inflación, pero el rendimiento medio ha caído. Lejos de grandes patrimonios que multiplican sus rentas, hay más personas declarando importes más bajos por contribuyente.
La misma imagen se refuerza en los datos de la contabilidad nacional, que me refiere el economista Rafael Doménech. Si se analiza la evolución de las rentas deflactadas entre 2019 y 2023 (utilizando el deflactor del PIB), se observa que los salarios reales han crecido un 12,5%, por encima incluso del propio PIB real (+8%). En cambio, el excedente bruto de explotación y rentas mixtas, que agrupa los beneficios empresariales y las rentas de autónomos, ha aumentado un 4%. No parece, por tanto, que los trabajadores estén financiando con su esfuerzo la riqueza de los empresarios. Este desajuste entre percepción y realidad responde a una causa profunda: la falta de prosperidad generalizada. España no está atrapada en un conflicto distributivo clásico, sino en algo más sutil y dañino: una economía que no produce suficiente valor para repartir. No hay salarios altos, pero tampoco beneficios extraordinarios. No hay ricos creciendo a costa de pobres, sino un empobrecimiento general.
Todo esto encaja con el diagnóstico que apuntábamos en la columna anterior: España no sufre tanto una desigualdad galopante como una mediocridad generalizada. Las rentas del trabajo no despegan, pero las del capital tampoco. El país entero parece atrapado en un bajo dinamismo económico. Hay que mirar al envejecimiento, pero también al nivel impositivo que disuade al profesor de dar una hora más de clases si el fruto de su esfuerzo se lo lleva Hacienda. Hay que dejar de maldecir a las manos hábiles que acumulan capital y estimular la cultura del ahorro. Nuestro problema no es una lucha entre rentistas y asalariados, sino una economía que no genera prosperidad suficiente para nadie. En lugar de buscar culpables, deberíamos empezar a preguntarnos por qué no producimos más valor y cómo cambiarlo.
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