Allá por 1974, tenía 14 años, un compañero me deslizó un libro en el pupitre de madera verde, con el orificio del tintero en tiempos del bolígrafo: ’50 estornudos sin pañuelo’. Así leí a Arturo San Agustín , frase corta y sagaz, más ironía que sarcasmo: ojos diminutos que capturan detalles humanos. En el verano de 1992 conocí a Arturo. Redacción de ‘El Periódico de Cataluña’. Yo había escrito tres piezas para un suplemento de la Olimpiada y alguien sugirió que publicara alguna con pseudónimo. Arturo, que escuchaba la conversación, me aconsejó socarrón desde su mesa: «Ponte un pseudónimo, es gratis». Cuando ya tuve el privilegio de contarme entre sus amigos, supe que aquellos ’50 estornudos’ fue el primer título en una carrera que transitó de la publicidad -catorce años de director creativo y dos campañas premiadas en Cannes- al periodismo. Cronista, viajero, entrevistador, Arturo fue un todoterreno en ‘El Periódico’, ‘El Mundo’ y ‘La Vanguardia’, con una veintena de libros. Hijo del contramaestre aragonés Cándido San Agustín , la infancia del periodista es una casa en la fábrica del gas El Arenal. Playas con alquitrán, clubes de natación y barracas del Somorrostro donde bailaba Carmen Amaya : «La parte feroz e injusta construida en la noche con ladrillos, cartones y maderas que los temporales arrasaban», explica en su libro ‘En mi barrio no había chivatos’. ¿Y por qué no había chivatos en la Barceloneta? Si se descuidaba alguna mercancía del puerto, nadie chistaba: «Nos trataban de gánsteres, pero entonces robábamos mucho menos que los de ahora, esos que se hacen de oro con los pisos turísticos fastidiando a los vecinos que han de ir a trabajar»: «mobbing» inmobiliario, rebaños de turistas, borracheras, botellones, lateros y descuideros. Arturo escribía de un mundo en retirada también en sus crónicas romanas: «En Roma hasta los desconchados son bellos; es imposible que una foto no te salga bien», apunta en ‘Amanecer en el Giancolo’. Porque a Arturo, como al Jep Gambardella de ‘La gran belleza’ le chiflaban las jerarquías de los siglos. Mediterráneo puro. Aquel viaje con Serrat en ‘Sapore di sale’. Incursiones vaticanas de ‘Un perro verde entre los jóvenes del Papa’ o ‘Tras el Portón de Bronce: la realidad vaticana en la era del papa Francisco’. Mastroianni y la Loren. En ‘La pamela roja de Sophia’ ubica esa pasión en sus años escolares. Un profesor le confisca una foto de la actriz: «Le pegué un puñetazo, llamaron a mi padre y me trasladaron a La Salle de la Barceloneta, mi barrio, para que me ‘domaran’». Primero de Bachillerato. Vuelven a pillarlo con otra foto. Le castigan a salir al encerado: una hora de pie mirando a la Loren. Cronista viajero: «De niño creí que ser escritor era viajar, algo solo reservado a personajes como Hemingway… pero escribir es un enclaustramiento solitario», constata en ‘Pasaporte sentimental’. Genio y la figura del columnista ante la pinza destructiva del proceso independentista y la alcaldía de Colau. «Sabemos que la vida es ir perdiendo amigos», acostumbraba a decir con voz quebradiza. No te perderemos, maestro. Allá por 1974, tenía 14 años, un compañero me deslizó un libro en el pupitre de madera verde, con el orificio del tintero en tiempos del bolígrafo: ’50 estornudos sin pañuelo’. Así leí a Arturo San Agustín , frase corta y sagaz, más ironía que sarcasmo: ojos diminutos que capturan detalles humanos. En el verano de 1992 conocí a Arturo. Redacción de ‘El Periódico de Cataluña’. Yo había escrito tres piezas para un suplemento de la Olimpiada y alguien sugirió que publicara alguna con pseudónimo. Arturo, que escuchaba la conversación, me aconsejó socarrón desde su mesa: «Ponte un pseudónimo, es gratis». Cuando ya tuve el privilegio de contarme entre sus amigos, supe que aquellos ’50 estornudos’ fue el primer título en una carrera que transitó de la publicidad -catorce años de director creativo y dos campañas premiadas en Cannes- al periodismo. Cronista, viajero, entrevistador, Arturo fue un todoterreno en ‘El Periódico’, ‘El Mundo’ y ‘La Vanguardia’, con una veintena de libros. Hijo del contramaestre aragonés Cándido San Agustín , la infancia del periodista es una casa en la fábrica del gas El Arenal. Playas con alquitrán, clubes de natación y barracas del Somorrostro donde bailaba Carmen Amaya : «La parte feroz e injusta construida en la noche con ladrillos, cartones y maderas que los temporales arrasaban», explica en su libro ‘En mi barrio no había chivatos’. ¿Y por qué no había chivatos en la Barceloneta? Si se descuidaba alguna mercancía del puerto, nadie chistaba: «Nos trataban de gánsteres, pero entonces robábamos mucho menos que los de ahora, esos que se hacen de oro con los pisos turísticos fastidiando a los vecinos que han de ir a trabajar»: «mobbing» inmobiliario, rebaños de turistas, borracheras, botellones, lateros y descuideros. Arturo escribía de un mundo en retirada también en sus crónicas romanas: «En Roma hasta los desconchados son bellos; es imposible que una foto no te salga bien», apunta en ‘Amanecer en el Giancolo’. Porque a Arturo, como al Jep Gambardella de ‘La gran belleza’ le chiflaban las jerarquías de los siglos. Mediterráneo puro. Aquel viaje con Serrat en ‘Sapore di sale’. Incursiones vaticanas de ‘Un perro verde entre los jóvenes del Papa’ o ‘Tras el Portón de Bronce: la realidad vaticana en la era del papa Francisco’. Mastroianni y la Loren. En ‘La pamela roja de Sophia’ ubica esa pasión en sus años escolares. Un profesor le confisca una foto de la actriz: «Le pegué un puñetazo, llamaron a mi padre y me trasladaron a La Salle de la Barceloneta, mi barrio, para que me ‘domaran’». Primero de Bachillerato. Vuelven a pillarlo con otra foto. Le castigan a salir al encerado: una hora de pie mirando a la Loren. Cronista viajero: «De niño creí que ser escritor era viajar, algo solo reservado a personajes como Hemingway… pero escribir es un enclaustramiento solitario», constata en ‘Pasaporte sentimental’. Genio y la figura del columnista ante la pinza destructiva del proceso independentista y la alcaldía de Colau. «Sabemos que la vida es ir perdiendo amigos», acostumbraba a decir con voz quebradiza. No te perderemos, maestro.
Cronista, viajero, entrevistador, fue un todoterreno en ‘El Periódico’, ‘El Mundo’, ‘La Vanguardia’ con una veintena de libros
Allá por 1974, tenía 14 años, un compañero me deslizó un libro en el pupitre de madera verde, con el orificio del tintero en tiempos del bolígrafo: ’50 estornudos sin pañuelo’. Así conocí a Arturo San Agustín, frase corta y sagaz, más ironía que … sarcasmo: ojos diminutos que capturan detalles humanos.
En el verano de 1992 conocí a Arturo. Redacción de ‘El Periódico’. Yo había escrito tres piezas para un suplemento de la Olimpiada y alguien sugirió que publicara alguna con pseudónimo. Arturo, que escuchaba la conversación, me aconsejó socarrón desde su mesa: «Ponte un pseudónimo, es gratis». Cuando ya tuve el privilegio de contarme entre sus amigos, supe que aquellos ’50 estornudos’ fue el primer título en una carrera que transitó de la publicidad -catorce años de director creativo y dos campañas premiadas en Cannes- al periodismo. Cronista, viajero, entrevistador, Arturo fue un todoterreno en ‘El Periódico’, ‘El Mundo’, ‘La Vanguardia’ con una veintena de libros.
Hijo del contramaestre aragonés Cándido San Agustín, la infancia del periodista es una casa en la fábrica del gas El Arenal. Playas con alquitrán, clubes de natación y barracas del Somorrostro donde bailaba Carmen Amaya: «La parte feroz e injusta construida en la noche con ladrillos, cartones y maderas que los temporales arrasaban», explica en su libro ‘En mi barrio no había chivatos’. ¿Y por qué no había chivatos en la Barceloneta? Si se descuidaba alguna mercancía del puerto, nadie chistaba: «Nos trataban de gánsteres, pero entonces robábamos mucho menos que los de ahora, esos que se hacen de oro con los pisos turísticos fastidiando a los vecinos que han de ir a trabajar»: «mobbing» inmobiliario, rebaños de turistas, borracheras, botellones, lateros y descuideros.
Arturo escribía de un mundo en retirada también en sus crónicas romanas: «En Roma hasta los desconchados son bellos; es imposible que una foto no te salga bien», apunta en ‘Amanecer en el Giancolo’. Porque a Arturo, como al Jep Gambardella de ‘La gran belleza’ le chiflaban las jerarquías de los siglos. Mediterráneo puro. Aquel viaje con Serrat en ‘Sapore di sale’. Incursiones vaticanas de ‘Un perro verde entre los jóvenes del Papa’ o ‘Tras el Portón de Bronce: la realidad vaticana en la era del papa Francisco’. Mastroianni y la Loren. En ‘La pamela roja de Sophia’ ubica esa pasión en sus años escolares. Un profesor le confisca una foto de la actriz: «Le pegué un puñetazo, llamaron a mi padre y me trasladaron a La Salle de la Barceloneta, mi barrio, para que me ‘domaran’». Primero de Bachillerato. Vuelven a pillarlo con otra foto. Le castigan a salir al encerado: una hora de pie mirando a la Loren. Cronista viajero: «De niño creí que ser escritor era viajar, algo solo reservado a personajes como Hemingway… pero escribir es un enclaustramiento solitario», constata en ‘Pasaporte sentimental’. Genio y la figura del columnista ante la pinza destructiva del proceso independentista y la alcaldía de Colau.
«Sabemos que la vida es ir perdiendo amigos», acostumbraba a decir con voz quebradiza. No te perderemos, maestro.
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