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Cultura

Nadie oye mis plegarias

junio 28, 2025
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No por ser agnóstico dejo de rezar ocasionalmente. Rezo por las dudas, como quien arroja una botella al mar con un mensaje manuscrito que expresa un deseo improbable. Rezo cuando estoy en apuros, cuando me falta el aire, cuando presiento la cercanía de la muerte. También rezo para dar gracias porque no se cayó el avión, porque mi mujer todavía me ama, porque mis hijas están bien. Soy un creyente trepador. No rezo para trepar al cielo, sino para obtener favores, beneficios, protecciones, privilegios. ¿Qué pierdo rezando, si, como sospecho, los dioses son meramente una invención humana? Nada. No pierdo nada. O pierdo apenas un minuto. Luego la vida sigue. Pero esos segundos en que le hablo a Dios estoy hablando también conmigo mismo. Aun si nadie oye mis plegarias, mi espíritu encuentra paz al elevarlas.A menudo le hablo a mi hermana que murió en un accidente. Pobre mi hermana, no solo le digo cuánto la extraño, sino le pido toda clase de favores: que me haga dormir cuando estoy desvelado, que me cure cuando estoy enfermo como ahora que no respiro bien, que me ilumine cuando escribo porque ella escribía como los dioses, que me ayude a estar en el lugar correcto. Aunque soy un creyente dubitativo e inconstante, aunque tiendo a pensar que no tengo alma o que mi alma es mi barriga, quiero creer que el espíritu de mi hermana ha viajado a un lugar mejor, unos mares mejores, porque ella corría olas todos los días, y que desde allá me mira con ternura y acaso me cuida con la paciencia de quienes se saben eternos.Me tortura no estar en el lugar correcto. Me atormenta perder el tiempo en el lugar incorrecto. Estos días, diezmado por la enfermedad, bebiendo miel y limón, pensando en que con mucha suerte me quedarán ocho o diez años de vida, no más, me pregunto adónde debo ir, con quién debo estar, cuál es mi lugar correcto en el mundo. Me ayuda ser padre. Presiento que mi lugar correcto es estar cerca de mi hija adolescente. Tiene catorce años. Le faltan cuatro para graduarse de la escuela. Esos años, que pasarán volando, debo estar cerca de ella y de mi esposa.Sin embargo, cuando pienso en los próximos viajes, unas travesías que me gusta planear con minuciosa atención a los detalles más triviales, me pregunto cuál es mi lugar en el mundo, y entonces empiezo a dudar, y las dudas sobrevuelan a mi alrededor como moscas, y yo he sido siempre un hombre sin matamoscas, que no aplasta las dudas. Por ejemplo, a finales de noviembre, ¿dónde debo pasar el día de Acción de Gracias? ¿En esta casa, esta isla sosegada y predecible, con mi esposa y nuestra hija, con el perro y los gatos? No lo sé. ¿No será que, si ese día corresponde dar las gracias a alguien, debería estar con mi madre, a quien debo gracias infinitas porque me lo ha dado todo, incluso más de lo que yo merecía? Mi madre tiene ochenta y cinco años. Soy el mayor de sus hijos. Vive en la ciudad del polvo y la niebla, donde no se celebra el día de Gracias, a cinco horas de vuelo desde esta isla bendita. ¿Debemos pasar con ella la cena de Acción de Gracias? ¿Ese sería mi lugar correcto en el mundo? ¿Me ayudará mi hermana marina a elegir bien? ¿O me arrepentiré si me hundo en el caos de aquella ciudad en la que solo sé estar de paso?No es esa, en verdad, la decisión que, ahora mismo, más me inquieta. La pregunta que arde como una llamarada en mi espíritu y no consigo sofocar parece simple a primera vista, pero no lo es: ¿cuál es mi lugar correcto el día mismo de Nochebuena, el próximo veinticuatro de diciembre? ¿Debo viajar para estar con mi madre y mis hermanos? Si es un día que celebra el amor y el perdón, ¿debo llevar regalos para todos, incluso para aquellos que no suelen agradecer mis regalos? A sabiendas de que estoy enemistado con varios de mis hermanos, tres por lo menos, ¿debo olvidar los enconos, perdonar las rencillas y ofrecerles unos abrazos que tal vez no serán correspondidos? Esa es una cuestión moral que nos interpela a mi esposa, a nuestra hija y a mí mismo: ¿cuál es nuestro lugar correcto en las fiestas navideñas?Mujeres prácticas, egoístas, liberadas de culpas, mi esposa y nuestra hija me dicen que no desean pasar las navidades allá lejos, en casa de mi madre, con mis hermanos y mi vasta y bulliciosa parentela. A diferencia de mí, no lo dudan: ellas quieren viajar, sí, pero no a la ciudad del polvo y la niebla, no a la casa de mi madre, sino a una ciudad donde estemos los tres juntos, solos los tres, alejados de las perturbaciones familiares, liberados de las servidumbres que imponen el decoro y el honor. Mis mujeres me han dicho sin rodeos adónde quieren ir: a Buenos Aires. Pícaras, astutas, saben que yo no me resisto a un viaje a esa ciudad, que he amado a esa ciudad desde muy joven. ¿Cómo podría negarme a pasar las fiestas de fin de año con ellas, en aquella ciudad donde me siento tan querido, tan en casa? Resignado a que sus dos votos valen más que el mío en solitario, organizo con minuciosidad los detalles de ese viaje, que, por así decirlo, ya está en pie, asomándose en el horizonte como un obelisco, una promesa de placeres.No obstante, me devora la culpa. Hace dos años no veo a mi madre. No he pasado con ella las dos últimas navidades. Si no la veo en Acción de Gracias, y tampoco en Navidad, ¿no estaría haciéndole un desaire? Porque ella es una mujer religiosa que celebra la Navidad por todo lo alto, con misas privadas en las que se me pide que diga unas palabras, cánticos de villancicos a cargo de un coro de niños, decoraciones majestuosas y repentinas apariciones de sacerdotes pedigüeños que le deben tantos favores. Mi ausencia la entristece y la induce a pensar que yo, su hijo mayor, soy un desastre. Y ella no merece sentirse agraviada porque soy tan condenadamente egoísta.Me pregunto entonces: si estar con mi familia biológica supone un esfuerzo para mí, ¿soy una mala persona? Si estoy peleado con varios de mis hermanos, ¿es por culpa de ellos o por mi culpa de escritor indiscreto? Si compartir la cena navideña con mi madre y su numerosa descendencia, nueve hijos, treinta nietos, tres bisnietos, me resulta un compromiso abrumador, extenuante, que demandará las fuerzas del histrión que hay en mí, ¿debo ausentarme o, en aras de la armonía familiar, hacer el esfuerzo, aunque ganas no tenga? Si a mi esposa y a nuestra hija no les tienta en modo alguno pasar las navidades en casa de mi madre, con esa tropa de locos, ¿debo obligarlas, ignorando sus votos en mayoría, imponiendo una odiosa tiranía familiar?Mis hijas y mis libros me han señalado casi siempre, de un modo inequívoco, mi lugar correcto en el mundo. La paternidad es un ancla que me previene de estar a la deriva, extraviado, dando tumbos por mares procelosos. Los libros son hijos también, y a ellos los cuido con devoción, visitando las ferias que me invitan y, sobre todo, las que no me invitan. El problema se torna más complejo cuando debo elegir entre lo que quieren mi esposa y nuestra hija, y lo que a buen seguro desea mi madre. Raramente coinciden. En el caso de la Navidad, hay opiniones divididas. Si rezo por las dudas, y les pregunto a Dios y a mi hermana ausente qué debo hacer, me dirán que debo pasar esa noche con mi madre, porque puede que sea su última Nochebuena, o la mía. Pero si me digo que Dios es probablemente una ficción reconfortante, y procuro complacer a las mujeres que viven conmigo, entonces recuerdo que la vida es corta para andar sufriendo y que ellas y yo nos merecemos ese viaje a Buenos Aires. No por ser agnóstico dejo de rezar ocasionalmente. Rezo por las dudas, como quien arroja una botella al mar con un mensaje manuscrito que expresa un deseo improbable. Rezo cuando estoy en apuros, cuando me falta el aire, cuando presiento la cercanía de la muerte. También rezo para dar gracias porque no se cayó el avión, porque mi mujer todavía me ama, porque mis hijas están bien. Soy un creyente trepador. No rezo para trepar al cielo, sino para obtener favores, beneficios, protecciones, privilegios. ¿Qué pierdo rezando, si, como sospecho, los dioses son meramente una invención humana? Nada. No pierdo nada. O pierdo apenas un minuto. Luego la vida sigue. Pero esos segundos en que le hablo a Dios estoy hablando también conmigo mismo. Aun si nadie oye mis plegarias, mi espíritu encuentra paz al elevarlas.A menudo le hablo a mi hermana que murió en un accidente. Pobre mi hermana, no solo le digo cuánto la extraño, sino le pido toda clase de favores: que me haga dormir cuando estoy desvelado, que me cure cuando estoy enfermo como ahora que no respiro bien, que me ilumine cuando escribo porque ella escribía como los dioses, que me ayude a estar en el lugar correcto. Aunque soy un creyente dubitativo e inconstante, aunque tiendo a pensar que no tengo alma o que mi alma es mi barriga, quiero creer que el espíritu de mi hermana ha viajado a un lugar mejor, unos mares mejores, porque ella corría olas todos los días, y que desde allá me mira con ternura y acaso me cuida con la paciencia de quienes se saben eternos.Me tortura no estar en el lugar correcto. Me atormenta perder el tiempo en el lugar incorrecto. Estos días, diezmado por la enfermedad, bebiendo miel y limón, pensando en que con mucha suerte me quedarán ocho o diez años de vida, no más, me pregunto adónde debo ir, con quién debo estar, cuál es mi lugar correcto en el mundo. Me ayuda ser padre. Presiento que mi lugar correcto es estar cerca de mi hija adolescente. Tiene catorce años. Le faltan cuatro para graduarse de la escuela. Esos años, que pasarán volando, debo estar cerca de ella y de mi esposa.Sin embargo, cuando pienso en los próximos viajes, unas travesías que me gusta planear con minuciosa atención a los detalles más triviales, me pregunto cuál es mi lugar en el mundo, y entonces empiezo a dudar, y las dudas sobrevuelan a mi alrededor como moscas, y yo he sido siempre un hombre sin matamoscas, que no aplasta las dudas. Por ejemplo, a finales de noviembre, ¿dónde debo pasar el día de Acción de Gracias? ¿En esta casa, esta isla sosegada y predecible, con mi esposa y nuestra hija, con el perro y los gatos? No lo sé. ¿No será que, si ese día corresponde dar las gracias a alguien, debería estar con mi madre, a quien debo gracias infinitas porque me lo ha dado todo, incluso más de lo que yo merecía? Mi madre tiene ochenta y cinco años. Soy el mayor de sus hijos. Vive en la ciudad del polvo y la niebla, donde no se celebra el día de Gracias, a cinco horas de vuelo desde esta isla bendita. ¿Debemos pasar con ella la cena de Acción de Gracias? ¿Ese sería mi lugar correcto en el mundo? ¿Me ayudará mi hermana marina a elegir bien? ¿O me arrepentiré si me hundo en el caos de aquella ciudad en la que solo sé estar de paso?No es esa, en verdad, la decisión que, ahora mismo, más me inquieta. La pregunta que arde como una llamarada en mi espíritu y no consigo sofocar parece simple a primera vista, pero no lo es: ¿cuál es mi lugar correcto el día mismo de Nochebuena, el próximo veinticuatro de diciembre? ¿Debo viajar para estar con mi madre y mis hermanos? Si es un día que celebra el amor y el perdón, ¿debo llevar regalos para todos, incluso para aquellos que no suelen agradecer mis regalos? A sabiendas de que estoy enemistado con varios de mis hermanos, tres por lo menos, ¿debo olvidar los enconos, perdonar las rencillas y ofrecerles unos abrazos que tal vez no serán correspondidos? Esa es una cuestión moral que nos interpela a mi esposa, a nuestra hija y a mí mismo: ¿cuál es nuestro lugar correcto en las fiestas navideñas?Mujeres prácticas, egoístas, liberadas de culpas, mi esposa y nuestra hija me dicen que no desean pasar las navidades allá lejos, en casa de mi madre, con mis hermanos y mi vasta y bulliciosa parentela. A diferencia de mí, no lo dudan: ellas quieren viajar, sí, pero no a la ciudad del polvo y la niebla, no a la casa de mi madre, sino a una ciudad donde estemos los tres juntos, solos los tres, alejados de las perturbaciones familiares, liberados de las servidumbres que imponen el decoro y el honor. Mis mujeres me han dicho sin rodeos adónde quieren ir: a Buenos Aires. Pícaras, astutas, saben que yo no me resisto a un viaje a esa ciudad, que he amado a esa ciudad desde muy joven. ¿Cómo podría negarme a pasar las fiestas de fin de año con ellas, en aquella ciudad donde me siento tan querido, tan en casa? Resignado a que sus dos votos valen más que el mío en solitario, organizo con minuciosidad los detalles de ese viaje, que, por así decirlo, ya está en pie, asomándose en el horizonte como un obelisco, una promesa de placeres.No obstante, me devora la culpa. Hace dos años no veo a mi madre. No he pasado con ella las dos últimas navidades. Si no la veo en Acción de Gracias, y tampoco en Navidad, ¿no estaría haciéndole un desaire? Porque ella es una mujer religiosa que celebra la Navidad por todo lo alto, con misas privadas en las que se me pide que diga unas palabras, cánticos de villancicos a cargo de un coro de niños, decoraciones majestuosas y repentinas apariciones de sacerdotes pedigüeños que le deben tantos favores. Mi ausencia la entristece y la induce a pensar que yo, su hijo mayor, soy un desastre. Y ella no merece sentirse agraviada porque soy tan condenadamente egoísta.Me pregunto entonces: si estar con mi familia biológica supone un esfuerzo para mí, ¿soy una mala persona? Si estoy peleado con varios de mis hermanos, ¿es por culpa de ellos o por mi culpa de escritor indiscreto? Si compartir la cena navideña con mi madre y su numerosa descendencia, nueve hijos, treinta nietos, tres bisnietos, me resulta un compromiso abrumador, extenuante, que demandará las fuerzas del histrión que hay en mí, ¿debo ausentarme o, en aras de la armonía familiar, hacer el esfuerzo, aunque ganas no tenga? Si a mi esposa y a nuestra hija no les tienta en modo alguno pasar las navidades en casa de mi madre, con esa tropa de locos, ¿debo obligarlas, ignorando sus votos en mayoría, imponiendo una odiosa tiranía familiar?Mis hijas y mis libros me han señalado casi siempre, de un modo inequívoco, mi lugar correcto en el mundo. La paternidad es un ancla que me previene de estar a la deriva, extraviado, dando tumbos por mares procelosos. Los libros son hijos también, y a ellos los cuido con devoción, visitando las ferias que me invitan y, sobre todo, las que no me invitan. El problema se torna más complejo cuando debo elegir entre lo que quieren mi esposa y nuestra hija, y lo que a buen seguro desea mi madre. Raramente coinciden. En el caso de la Navidad, hay opiniones divididas. Si rezo por las dudas, y les pregunto a Dios y a mi hermana ausente qué debo hacer, me dirán que debo pasar esa noche con mi madre, porque puede que sea su última Nochebuena, o la mía. Pero si me digo que Dios es probablemente una ficción reconfortante, y procuro complacer a las mujeres que viven conmigo, entonces recuerdo que la vida es corta para andar sufriendo y que ellas y yo nos merecemos ese viaje a Buenos Aires.  

No por ser agnóstico dejo de rezar ocasionalmente. Rezo por las dudas, como quien arroja una botella al mar con un mensaje manuscrito que expresa un deseo improbable. Rezo cuando estoy en apuros, cuando me falta el aire, cuando presiento la cercanía de la muerte. … También rezo para dar gracias porque no se cayó el avión, porque mi mujer todavía me ama, porque mis hijas están bien. Soy un creyente trepador. No rezo para trepar al cielo, sino para obtener favores, beneficios, protecciones, privilegios. ¿Qué pierdo rezando, si, como sospecho, los dioses son meramente una invención humana? Nada. No pierdo nada. O pierdo apenas un minuto. Luego la vida sigue. Pero esos segundos en que le hablo a Dios estoy hablando también conmigo mismo. Aun si nadie oye mis plegarias, mi espíritu encuentra paz al elevarlas.

A menudo le hablo a mi hermana que murió en un accidente. Pobre mi hermana, no solo le digo cuánto la extraño, sino le pido toda clase de favores: que me haga dormir cuando estoy desvelado, que me cure cuando estoy enfermo como ahora que no respiro bien, que me ilumine cuando escribo porque ella escribía como los dioses, que me ayude a estar en el lugar correcto. Aunque soy un creyente dubitativo e inconstante, aunque tiendo a pensar que no tengo alma o que mi alma es mi barriga, quiero creer que el espíritu de mi hermana ha viajado a un lugar mejor, unos mares mejores, porque ella corría olas todos los días, y que desde allá me mira con ternura y acaso me cuida con la paciencia de quienes se saben eternos.

Me tortura no estar en el lugar correcto. Me atormenta perder el tiempo en el lugar incorrecto. Estos días, diezmado por la enfermedad, bebiendo miel y limón, pensando en que con mucha suerte me quedarán ocho o diez años de vida, no más, me pregunto adónde debo ir, con quién debo estar, cuál es mi lugar correcto en el mundo. Me ayuda ser padre. Presiento que mi lugar correcto es estar cerca de mi hija adolescente. Tiene catorce años. Le faltan cuatro para graduarse de la escuela. Esos años, que pasarán volando, debo estar cerca de ella y de mi esposa.

Sin embargo, cuando pienso en los próximos viajes, unas travesías que me gusta planear con minuciosa atención a los detalles más triviales, me pregunto cuál es mi lugar en el mundo, y entonces empiezo a dudar, y las dudas sobrevuelan a mi alrededor como moscas, y yo he sido siempre un hombre sin matamoscas, que no aplasta las dudas. Por ejemplo, a finales de noviembre, ¿dónde debo pasar el día de Acción de Gracias? ¿En esta casa, esta isla sosegada y predecible, con mi esposa y nuestra hija, con el perro y los gatos? No lo sé. ¿No será que, si ese día corresponde dar las gracias a alguien, debería estar con mi madre, a quien debo gracias infinitas porque me lo ha dado todo, incluso más de lo que yo merecía? Mi madre tiene ochenta y cinco años. Soy el mayor de sus hijos. Vive en la ciudad del polvo y la niebla, donde no se celebra el día de Gracias, a cinco horas de vuelo desde esta isla bendita. ¿Debemos pasar con ella la cena de Acción de Gracias? ¿Ese sería mi lugar correcto en el mundo? ¿Me ayudará mi hermana marina a elegir bien? ¿O me arrepentiré si me hundo en el caos de aquella ciudad en la que solo sé estar de paso?

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No es esa, en verdad, la decisión que, ahora mismo, más me inquieta. La pregunta que arde como una llamarada en mi espíritu y no consigo sofocar parece simple a primera vista, pero no lo es: ¿cuál es mi lugar correcto el día mismo de Nochebuena, el próximo veinticuatro de diciembre? ¿Debo viajar para estar con mi madre y mis hermanos? Si es un día que celebra el amor y el perdón, ¿debo llevar regalos para todos, incluso para aquellos que no suelen agradecer mis regalos? A sabiendas de que estoy enemistado con varios de mis hermanos, tres por lo menos, ¿debo olvidar los enconos, perdonar las rencillas y ofrecerles unos abrazos que tal vez no serán correspondidos? Esa es una cuestión moral que nos interpela a mi esposa, a nuestra hija y a mí mismo: ¿cuál es nuestro lugar correcto en las fiestas navideñas?

Mujeres prácticas, egoístas, liberadas de culpas, mi esposa y nuestra hija me dicen que no desean pasar las navidades allá lejos, en casa de mi madre, con mis hermanos y mi vasta y bulliciosa parentela. A diferencia de mí, no lo dudan: ellas quieren viajar, sí, pero no a la ciudad del polvo y la niebla, no a la casa de mi madre, sino a una ciudad donde estemos los tres juntos, solos los tres, alejados de las perturbaciones familiares, liberados de las servidumbres que imponen el decoro y el honor. Mis mujeres me han dicho sin rodeos adónde quieren ir: a Buenos Aires. Pícaras, astutas, saben que yo no me resisto a un viaje a esa ciudad, que he amado a esa ciudad desde muy joven. ¿Cómo podría negarme a pasar las fiestas de fin de año con ellas, en aquella ciudad donde me siento tan querido, tan en casa? Resignado a que sus dos votos valen más que el mío en solitario, organizo con minuciosidad los detalles de ese viaje, que, por así decirlo, ya está en pie, asomándose en el horizonte como un obelisco, una promesa de placeres.

No obstante, me devora la culpa. Hace dos años no veo a mi madre. No he pasado con ella las dos últimas navidades. Si no la veo en Acción de Gracias, y tampoco en Navidad, ¿no estaría haciéndole un desaire? Porque ella es una mujer religiosa que celebra la Navidad por todo lo alto, con misas privadas en las que se me pide que diga unas palabras, cánticos de villancicos a cargo de un coro de niños, decoraciones majestuosas y repentinas apariciones de sacerdotes pedigüeños que le deben tantos favores. Mi ausencia la entristece y la induce a pensar que yo, su hijo mayor, soy un desastre. Y ella no merece sentirse agraviada porque soy tan condenadamente egoísta.

Me pregunto entonces: si estar con mi familia biológica supone un esfuerzo para mí, ¿soy una mala persona? Si estoy peleado con varios de mis hermanos, ¿es por culpa de ellos o por mi culpa de escritor indiscreto? Si compartir la cena navideña con mi madre y su numerosa descendencia, nueve hijos, treinta nietos, tres bisnietos, me resulta un compromiso abrumador, extenuante, que demandará las fuerzas del histrión que hay en mí, ¿debo ausentarme o, en aras de la armonía familiar, hacer el esfuerzo, aunque ganas no tenga? Si a mi esposa y a nuestra hija no les tienta en modo alguno pasar las navidades en casa de mi madre, con esa tropa de locos, ¿debo obligarlas, ignorando sus votos en mayoría, imponiendo una odiosa tiranía familiar?

Mis hijas y mis libros me han señalado casi siempre, de un modo inequívoco, mi lugar correcto en el mundo. La paternidad es un ancla que me previene de estar a la deriva, extraviado, dando tumbos por mares procelosos. Los libros son hijos también, y a ellos los cuido con devoción, visitando las ferias que me invitan y, sobre todo, las que no me invitan. El problema se torna más complejo cuando debo elegir entre lo que quieren mi esposa y nuestra hija, y lo que a buen seguro desea mi madre. Raramente coinciden. En el caso de la Navidad, hay opiniones divididas. Si rezo por las dudas, y les pregunto a Dios y a mi hermana ausente qué debo hacer, me dirán que debo pasar esa noche con mi madre, porque puede que sea su última Nochebuena, o la mía. Pero si me digo que Dios es probablemente una ficción reconfortante, y procuro complacer a las mujeres que viven conmigo, entonces recuerdo que la vida es corta para andar sufriendo y que ellas y yo nos merecemos ese viaje a Buenos Aires.

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