Me pongo a escribir sobre esta función psicológica y no recuerdo nada que haya olvidado. ¿Por qué motivo que explicaría bien Sigmund Freud se me aparece continuamente la silueta de un monte oscuro recortada contra el cielo luminoso cada vez que me siento a escribir estas notas sobre el olvido? La persistencia retiniana parecería asociarse más naturalmente al recuerdo, y sin embargo hete aquí este monte, a veces la sierra vista desde Sóller de camino a Biniaraix, más a menudo el Mijedo y su continuación, el Brusco, mientras se avanza por la graciosa carretera trasmerana que atraviesa el pueblo de Escalante. También valen, para rescatar sentimientos olvidados, horizontes muy frotados contra el cielo como los de la carretera de Cremona a Pontevico o los de la que va de Villafruela a Villoldo.No hay dos líneas rectas que traigan el mismo recuerdo. Y a la vez, miro fotos de montañas que nunca he visto y me resultan todas familiares, y me traen todas el mismo recuerdo cercano e indecible.Quiero pensar en mis olvidos, que ahora se me antojan interesantísimos, y se me presenta el recuerdo. Cuando cierro los ojos la parte del monte emite luz, mientras que el cielo se ve oscurecido. Las formas recortadas encajan como en esos dibujos en que hay que distinguir un jarrón, una vieja, un joven, un beso, un tulipán o una llave inglesa y, dependiendo de lo que vea cada cual, será posible adivinar su personalidad o su estado emocional.Así pensamos en el negativo y el positivo, y así es como el olvido se nos aparece como el negativo de los recuerdos. Creo que cualquiera sabría decir desde qué silueta serrada p uede zambullirse en el mar de su memoria, o en el delta o en la poza. Y si al preguntárselo no le viniera ninguna a la mente, habría dado al menos con el olvido significativo.Añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle ÉpoqueFosa de las Marianas, Everest de nuestros recuerdos. La obstinación de la imagen debe de estar ocultándome algo, precisamente el olvido fundamental que es la contraseña que busco bajo esta confusa luz alterna. ¿Por qué me acuerdo de todo cuando quiero escribir sobre el olvido? ¿Van juntos como cerezas los olvidos, igual que se dice que pasa con los recuerdos? No hay mayor parapeto que un monte, siempre que el olvido sea un recuerdo oculto, y siempre que esconder sea detrás y no debajo. Olvido y recuerdo, las dos alas de una mariposa taoísta. Me pasa mientras tanto una cosa más tirando a junguiana, que es que doy dos veces, en el plazo de dos días, en dos libros distintos, con el episodio que cuenta Freud a propósito de un olvido suyo, en un viaje en tren de Dalmacia a Herzegovina durante el cual no pudo recordar, mientras charlaba con el desconocido con el que hacía el trayecto, el nombre del pintor de los frescos de la catedral de Orvieto. Al escribir el nombre de la ciudad me doy cuenta de cómo se vincula, por una etimología estrafalaria, con el tema de estas notas. «No te apenes, que no ha de ‘fartarte’, si aquel te abandona, quien su mano te tienda y te diga que ‘orvía’ y perdona», dice un personaje en ‘Las carceleras’ , zarzuela de Vicente Peydró de 1901.Entonces, como manera infalible de aclarar la situación, se me ocurre preguntarle a la IA cuánto cobraría ahora en euros el Freud de 1901, que es el año en que se publicó ‘ Psicopatología de la vida cotidiana’, donde se cuenta el episodio del tren y los frescos. No tiene datos para el cambio de las coronas austrohúngaras al dólar de 1901, desde el que parece más fácil acceder a nuestros euros, o al menos a los de alguien, pero sí del cambio de 1913, y claro que me conformo, y dice que serían unos 200 o 300 euros. Cuando se lo cuento a una amiga me dice que echa de menos la variable de la mayor demanda de terapias que se da en nuestra época, lo que sin duda supone una alteración en las tarifas, y yo añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle Époque, pero eso no nos lo dice la IA, aunque sí que Freud ajustaba sus tarifas para los pacientes menos adinerados. Quiero escribir sobre ellas, pero he olvidado todas las cosas que he olvidado. En busca de algún olvido solidario busco el libro de Fernanda García Lao titulado ‘(No) me acuerdo’, pero no me acuerdo de dónde lo he puesto. No lo encuentro junto a Perec, donde debería haberlo colocado. Su libro no es sobre los olvidos, que son pasivos, sino sobre lo que no recuerda, como cosa activa, pero mientras en mi pasillo yo repaso las estanterías con la cabeza inclinada gracias a no sé qué y en el monte Ararat la mariposa revolotea alegre gracias a que sus antepasadas entraron en el arca que está escondida u olvidada debajo, me doy cuenta de que no es que no recuerde dónde lo dejé, sino de que he olvidado el criterio para incrustarlo en el orden de los libros que ya tenía, y entonces me asalta la idea, bastante vieja por otro lado, de que las bibliotecas son recursos contra el olvido. Reglas mnemotécnicas, autores y libros que se imantan los unos a los otros o se protegen de la oscuridad. El olvido entonces tiene que ver con protegerse, mascullo, como ya intuyó Freud, y aprovechando que he recorrido el pasillo me asomo al patio a comprobar si se ha secado la ropa que tengo tendida en la cuerda y a la vista de un calcetín que está colgado desparejado, porque su compañero ha debido de perderse en la corriente circulatoria, me digo que también un calcetín, como un libro, es el truco para recordar dónde está su compañero , otras dos cerezas, pero que lástima que sea un truco que solo funciona cuando no sirve para nada porque los calcetines ya están anudados juntos, imán sin fuerza.Hacerme la despistada es el truco que usaré para convocar a todos mis recelosos olvidos a la falda de este monte. Me pongo a escribir sobre esta función psicológica y no recuerdo nada que haya olvidado. ¿Por qué motivo que explicaría bien Sigmund Freud se me aparece continuamente la silueta de un monte oscuro recortada contra el cielo luminoso cada vez que me siento a escribir estas notas sobre el olvido? La persistencia retiniana parecería asociarse más naturalmente al recuerdo, y sin embargo hete aquí este monte, a veces la sierra vista desde Sóller de camino a Biniaraix, más a menudo el Mijedo y su continuación, el Brusco, mientras se avanza por la graciosa carretera trasmerana que atraviesa el pueblo de Escalante. También valen, para rescatar sentimientos olvidados, horizontes muy frotados contra el cielo como los de la carretera de Cremona a Pontevico o los de la que va de Villafruela a Villoldo.No hay dos líneas rectas que traigan el mismo recuerdo. Y a la vez, miro fotos de montañas que nunca he visto y me resultan todas familiares, y me traen todas el mismo recuerdo cercano e indecible.Quiero pensar en mis olvidos, que ahora se me antojan interesantísimos, y se me presenta el recuerdo. Cuando cierro los ojos la parte del monte emite luz, mientras que el cielo se ve oscurecido. Las formas recortadas encajan como en esos dibujos en que hay que distinguir un jarrón, una vieja, un joven, un beso, un tulipán o una llave inglesa y, dependiendo de lo que vea cada cual, será posible adivinar su personalidad o su estado emocional.Así pensamos en el negativo y el positivo, y así es como el olvido se nos aparece como el negativo de los recuerdos. Creo que cualquiera sabría decir desde qué silueta serrada p uede zambullirse en el mar de su memoria, o en el delta o en la poza. Y si al preguntárselo no le viniera ninguna a la mente, habría dado al menos con el olvido significativo.Añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle ÉpoqueFosa de las Marianas, Everest de nuestros recuerdos. La obstinación de la imagen debe de estar ocultándome algo, precisamente el olvido fundamental que es la contraseña que busco bajo esta confusa luz alterna. ¿Por qué me acuerdo de todo cuando quiero escribir sobre el olvido? ¿Van juntos como cerezas los olvidos, igual que se dice que pasa con los recuerdos? No hay mayor parapeto que un monte, siempre que el olvido sea un recuerdo oculto, y siempre que esconder sea detrás y no debajo. Olvido y recuerdo, las dos alas de una mariposa taoísta. Me pasa mientras tanto una cosa más tirando a junguiana, que es que doy dos veces, en el plazo de dos días, en dos libros distintos, con el episodio que cuenta Freud a propósito de un olvido suyo, en un viaje en tren de Dalmacia a Herzegovina durante el cual no pudo recordar, mientras charlaba con el desconocido con el que hacía el trayecto, el nombre del pintor de los frescos de la catedral de Orvieto. Al escribir el nombre de la ciudad me doy cuenta de cómo se vincula, por una etimología estrafalaria, con el tema de estas notas. «No te apenes, que no ha de ‘fartarte’, si aquel te abandona, quien su mano te tienda y te diga que ‘orvía’ y perdona», dice un personaje en ‘Las carceleras’ , zarzuela de Vicente Peydró de 1901.Entonces, como manera infalible de aclarar la situación, se me ocurre preguntarle a la IA cuánto cobraría ahora en euros el Freud de 1901, que es el año en que se publicó ‘ Psicopatología de la vida cotidiana’, donde se cuenta el episodio del tren y los frescos. No tiene datos para el cambio de las coronas austrohúngaras al dólar de 1901, desde el que parece más fácil acceder a nuestros euros, o al menos a los de alguien, pero sí del cambio de 1913, y claro que me conformo, y dice que serían unos 200 o 300 euros. Cuando se lo cuento a una amiga me dice que echa de menos la variable de la mayor demanda de terapias que se da en nuestra época, lo que sin duda supone una alteración en las tarifas, y yo añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle Époque, pero eso no nos lo dice la IA, aunque sí que Freud ajustaba sus tarifas para los pacientes menos adinerados. Quiero escribir sobre ellas, pero he olvidado todas las cosas que he olvidado. En busca de algún olvido solidario busco el libro de Fernanda García Lao titulado ‘(No) me acuerdo’, pero no me acuerdo de dónde lo he puesto. No lo encuentro junto a Perec, donde debería haberlo colocado. Su libro no es sobre los olvidos, que son pasivos, sino sobre lo que no recuerda, como cosa activa, pero mientras en mi pasillo yo repaso las estanterías con la cabeza inclinada gracias a no sé qué y en el monte Ararat la mariposa revolotea alegre gracias a que sus antepasadas entraron en el arca que está escondida u olvidada debajo, me doy cuenta de que no es que no recuerde dónde lo dejé, sino de que he olvidado el criterio para incrustarlo en el orden de los libros que ya tenía, y entonces me asalta la idea, bastante vieja por otro lado, de que las bibliotecas son recursos contra el olvido. Reglas mnemotécnicas, autores y libros que se imantan los unos a los otros o se protegen de la oscuridad. El olvido entonces tiene que ver con protegerse, mascullo, como ya intuyó Freud, y aprovechando que he recorrido el pasillo me asomo al patio a comprobar si se ha secado la ropa que tengo tendida en la cuerda y a la vista de un calcetín que está colgado desparejado, porque su compañero ha debido de perderse en la corriente circulatoria, me digo que también un calcetín, como un libro, es el truco para recordar dónde está su compañero , otras dos cerezas, pero que lástima que sea un truco que solo funciona cuando no sirve para nada porque los calcetines ya están anudados juntos, imán sin fuerza.Hacerme la despistada es el truco que usaré para convocar a todos mis recelosos olvidos a la falda de este monte.
Me pongo a escribir sobre esta función psicológica y no recuerdo nada que haya olvidado. ¿Por qué motivo que explicaría bien Sigmund Freud se me aparece continuamente la silueta de un monte oscuro recortada contra el cielo luminoso cada vez que me siento a … escribir estas notas sobre el olvido?
La persistencia retiniana parecería asociarse más naturalmente al recuerdo, y sin embargo hete aquí este monte, a veces la sierra vista desde Sóller de camino a Biniaraix, más a menudo el Mijedo y su continuación, el Brusco, mientras se avanza por la graciosa carretera trasmerana que atraviesa el pueblo de Escalante. También valen, para rescatar sentimientos olvidados, horizontes muy frotados contra el cielo como los de la carretera de Cremona a Pontevico o los de la que va de Villafruela a Villoldo.
No hay dos líneas rectas que traigan el mismo recuerdo. Y a la vez, miro fotos de montañas que nunca he visto y me resultan todas familiares, y me traen todas el mismo recuerdo cercano e indecible.
Quiero pensar en mis olvidos, que ahora se me antojan interesantísimos, y se me presenta el recuerdo. Cuando cierro los ojos la parte del monte emite luz, mientras que el cielo se ve oscurecido. Las formas recortadas encajan como en esos dibujos en que hay que distinguir un jarrón, una vieja, un joven, un beso, un tulipán o una llave inglesa y, dependiendo de lo que vea cada cual, será posible adivinar su personalidad o su estado emocional.
Así pensamos en el negativo y el positivo, y así es como el olvido se nos aparece como el negativo de los recuerdos. Creo que cualquiera sabría decir desde qué silueta serrada puede zambullirse en el mar de su memoria, o en el delta o en la poza. Y si al preguntárselo no le viniera ninguna a la mente, habría dado al menos con el olvido significativo.
Añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle Époque
Fosa de las Marianas, Everest de nuestros recuerdos. La obstinación de la imagen debe de estar ocultándome algo, precisamente el olvido fundamental que es la contraseña que busco bajo esta confusa luz alterna. ¿Por qué me acuerdo de todo cuando quiero escribir sobre el olvido? ¿Van juntos como cerezas los olvidos, igual que se dice que pasa con los recuerdos? No hay mayor parapeto que un monte, siempre que el olvido sea un recuerdo oculto, y siempre que esconder sea detrás y no debajo.
Olvido y recuerdo, las dos alas de una mariposa taoísta. Me pasa mientras tanto una cosa más tirando a junguiana, que es que doy dos veces, en el plazo de dos días, en dos libros distintos, con el episodio que cuenta Freud a propósito de un olvido suyo, en un viaje en tren de Dalmacia a Herzegovina durante el cual no pudo recordar, mientras charlaba con el desconocido con el que hacía el trayecto, el nombre del pintor de los frescos de la catedral de Orvieto.
Al escribir el nombre de la ciudad me doy cuenta de cómo se vincula, por una etimología estrafalaria, con el tema de estas notas.
«No te apenes, que no ha de ‘fartarte’, si aquel te abandona, quien su mano te tienda y te diga que ‘orvía’ y perdona», dice un personaje en ‘Las carceleras’, zarzuela de Vicente Peydró de 1901.
Entonces, como manera infalible de aclarar la situación, se me ocurre preguntarle a la IA cuánto cobraría ahora en euros el Freud de 1901, que es el año en que se publicó ‘Psicopatología de la vida cotidiana’, donde se cuenta el episodio del tren y los frescos.
No tiene datos para el cambio de las coronas austrohúngaras al dólar de 1901, desde el que parece más fácil acceder a nuestros euros, o al menos a los de alguien, pero sí del cambio de 1913, y claro que me conformo, y dice que serían unos 200 o 300 euros. Cuando se lo cuento a una amiga me dice que echa de menos la variable de la mayor demanda de terapias que se da en nuestra época, lo que sin duda supone una alteración en las tarifas, y yo añado que tampoco estaría de más saber cuánto cobraban los otros psiquiatras de la añorada y quizá muy neurótica Belle Époque, pero eso no nos lo dice la IA, aunque sí que Freud ajustaba sus tarifas para los pacientes menos adinerados.
Quiero escribir sobre ellas, pero he olvidado todas las cosas que he olvidado. En busca de algún olvido solidario busco el libro de Fernanda García Lao titulado ‘(No) me acuerdo’, pero no me acuerdo de dónde lo he puesto.
No lo encuentro junto a Perec, donde debería haberlo colocado. Su libro no es sobre los olvidos, que son pasivos, sino sobre lo que no recuerda, como cosa activa, pero mientras en mi pasillo yo repaso las estanterías con la cabeza inclinada gracias a no sé qué y en el monte Ararat la mariposa revolotea alegre gracias a que sus antepasadas entraron en el arca que está escondida u olvidada debajo, me doy cuenta de que no es que no recuerde dónde lo dejé, sino de que he olvidado el criterio para incrustarlo en el orden de los libros que ya tenía, y entonces me asalta la idea, bastante vieja por otro lado, de que las bibliotecas son recursos contra el olvido. Reglas mnemotécnicas, autores y libros que se imantan los unos a los otros o se protegen de la oscuridad.
El olvido entonces tiene que ver con protegerse, mascullo, como ya intuyó Freud, y aprovechando que he recorrido el pasillo me asomo al patio a comprobar si se ha secado la ropa que tengo tendida en la cuerda y a la vista de un calcetín que está colgado desparejado, porque su compañero ha debido de perderse en la corriente circulatoria, me digo que también un calcetín, como un libro, es el truco para recordar dónde está su compañero, otras dos cerezas, pero que lástima que sea un truco que solo funciona cuando no sirve para nada porque los calcetines ya están anudados juntos, imán sin fuerza.
Hacerme la despistada es el truco que usaré para convocar a todos mis recelosos olvidos a la falda de este monte.
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