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  Deportes  Quique Llopis, de nuevo a las puertas de las medallas, esta vez en el Mundial de Tokio
Deportes

Quique Llopis, de nuevo a las puertas de las medallas, esta vez en el Mundial de Tokio

septiembre 16, 2025
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En los 100 minutos que mediaron entre su magnífica semifinal, control y seguridad, y la final de los 110m vallas, Quique Llopis, un habituado ya al ceremonial, un veterano en la elite a los 25 años, se tumbó un ratito en la mesa de masaje para que le movieran un poco, ensayó un par de salidas de tacos, habló brevemente con su entrenador, el gran Toni Puig, y escuchó música fuerte, a tope, para activarse. No escuchó, seguramente, la más relajada y en cierta forma adormilante psicodélicamente canción de Sueño con serpientes, la pesadilla de Silvio Rodríguez que mejor describiría su posición, tan elevada, tan continuada, en el mundo tan cambiante de la prueba de velocidad más complicada: cómo aumentar la velocidad sin poder dar más pasos que los que caben entre valla y valla. El poeta cubano soñaba con serpientes, y se desesperaba en la pesadilla porque mataba una y aparecía otra mayor, y él seguía donde estaba, como Llopis, que terminó cuarto en el Mundial de pista cubierta (60 metros) de 2024, cuarto en la final de los Juegos de París y cuarto, again, y sin sentimiento de frustración, más bien de orgullo, en el Mundial de Tokio, donde se quedó más cerca de la medalla que en París, a cuatro centésimas y no a 11. “He sentido que lo he podido luchar”, dice el potentísimo vallista de Bellreguard. “He estado ahí pegándome con todos por una de esas medallas Pero ya está, han corrido más”. Habla del ganador, el norteamericano Cordell Tinch, nacido en el año 2000, como él mismo (12,99s) y tan alto (1,88m) pero más estilizado, y de los jamaicanos Orlando Bennett (13,08s) y el veterano Tyler Mason (13,12s). Y habla de él mismo, 13,16s y una centésimas perdidas con un toque a la primera valla –“quería salir a jugármela. Si quería estar en las medallas, tenía que jugar fuerte, hacer la carrera de mi vida”, explica—y otro a la séptima. “No ha llegado a salir por muy poco, pero tengo que estar contento de todo el trabajo hecho hasta el final”.

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En los 100 minutos que mediaron entre su magnífica semifinal, control y seguridad, y la final de los 110m vallas, Quique Llopis, un habituado ya al ceremonial, un veterano en la elite a los 25 años, se tumbó un ratito en la mesa de masaje para que le movieran un poco, ensayó un par de salidas de tacos, habló brevemente con su entrenador, el gran Toni Puig, y escuchó música fuerte, a tope, para activarse. No escuchó, seguramente, la más relajada y en cierta forma adormilante psicodélicamente canción de Sueño con serpientes, la pesadilla de Silvio Rodríguez que mejor describiría su posición, tan elevada, tan continuada, en el mundo tan cambiante de la prueba de velocidad más complicada: cómo aumentar la velocidad sin poder dar más pasos que los que caben entre valla y valla. El poeta cubano soñaba con serpientes, y se desesperaba en la pesadilla porque mataba una y aparecía otra mayor, y él seguía donde estaba, como Llopis, que terminó cuarto en el Mundial de pista cubierta (60 metros) de 2024, cuarto en la final de los Juegos de París y cuarto, again, y sin sentimiento de frustración, más bien de orgullo, en el Mundial de Tokio, donde se quedó más cerca de la medalla que en París, a cuatro centésimas y no a 11. “He sentido que lo he podido luchar”, dice el potentísimo vallista de Bellreguard. “He estado ahí pegándome con todos por una de esas medallas Pero ya está, han corrido más”. Habla del ganador, el norteamericano Cordell Tinch, nacido en el año 2000, como él mismo (12,99s) y tan alto (1,88m) pero más estilizado, y de los jamaicanos Orlando Bennett (13,08s) y el veterano Tyler Mason (13,12s). Y habla de él mismo, 13,16s y una centésimas perdidas con un toque a la primera valla –“quería salir a jugármela. Si quería estar en las medallas, tenía que jugar fuerte, hacer la carrera de mi vida”, explica—y otro a la séptima. “No ha llegado a salir por muy poco, pero tengo que estar contento de todo el trabajo hecho hasta el final”.

Delante de él en las tres finales ocho atletas diferentes. Solo el Grant Holloway del 24 repitió en la cubierta de Glasgow y en los Juegos, ganando ambas. Pero cuando Holloway desaparece de escena tras una horrorosa semifinal, aparece otra serpiente, más sibilante, rasa sobre las vallas, mortífera. Se llama Cordell Tinch, tiene 25 años, es de Green Bay (Wisconsin) como los Packers. No daba para el fútbol, pero en la Universidad de Kansas brilló en las vallas, aunque solo unos meses. En 2020, la pandemia le devolvió a la nieve y el hielo de Wisconsin y allí se quedó tres años, vendiendo teléfonos móviles, dispuesto a ser un ciudadano como todos, familia, casa, impuestos. Su madre le echó de casa. Le obligó a cultivar su talento atlético. Acabó en Pittsburg en 2023 siendo el chico para todo en su universidad: saltó 8,16m en longitud, 2,22m en altura y corrió un 110 vallas en 12,97s con 3,3 de viento a favor. La de Tokio fue su primera gran final en un gran campeonato. La ganó.

“Sí, aparece Tinch, y aparecen tres más”, sonríe lamentando Llopis, que no pierde el deseo de seguir matando serpientes. “Y ya llega un chaval de 19 años, Tharp, que ya corre en 13,01s y ha quedado sexto ahora(13,38s). Lo de Estados Unidos es una locura, saca gente todos los años y no para. No nos queda otra que pegarnos con todos ellos y ya está. No se me quitan las ganas de luchar. Lo que me gusta es que he conseguido sacar una buena carrera en una final de un campeonato del mundo. He aprovechado la oportunidad, aunque no he llegado a la ansiada medalla”.

Detrás de Llopis, quinto como en París, el ídolo local, Rachid Muratake (13,18s) y el griterío en el estadio, el ánimo, el desánimo final, alcanza horrísonos decibelios que contrastan con el silencio absoluto en la salida solo roto por el llanto de un niño que llena todo el espacio, tan magnífica es la acústica de un estadio hermoso y repleto, que se activa a golpe de gritos asombrados y tirones, siguiendo el vuelo magnífico del martillo del joven canadiense Ethan Katzberg (23 años), qué aceleración, inercia de torbellino en concentrada en menos de dos metros de diámetro, que alcanza los 84,70m, quinta mejor marca de la historia, para ganar su segundo Mundial un año después del oro olímpico; o siguiendo la ejecución de los saltos de altura del neozelandés Hamish Carter en duelo cerrado con el coreano Sanghyeok Woo (2,34m), para derrotarle de nuevo y un año después del oro olímpico en París ganar también el oro en Tokio (2,36m).

Era ya noche cerrada, era ya un recuerdo las series de los 800m, la prueba de más nivel del Mundial, en las que pelearon tres españoles que demostraron que de los pueblos y ciudades españoles brotan ochocentistas de talento sin parar. Uno, Moha Attaoui (1m 45,23s), hizo lo que se esperaba, lo que es magnífico. El cántabro corrió como el favorito que es, gastando lo justo y dominando en los últimos metros una serie que compartía con otro de los grandes favoritos, el canadiense Marco Arop, campeón del mundo en 2023. “¿Qué haré en la final?”, dice el atleta de On entrenado en Saint Moritz por Thomas Dreissigacker y que lleva todo el verano mostrando una forma extraordinaria. “Antes tendré que pasar la semifinal [jueves 15.01], pero si llego, se trata de terminar mejor que el quinto puesto de los Juegos de París, y no un puesto mejor, claro, sino dos o tres o….” Los otros dos sorprendieron, el veterano murciano Mariano García, por su eliminación, y, por su pase brillante a semifinales, el debutante extremeño David Barroso, de Zafra y también de Villafranca de los Barros, nacimiento y juventud, de 24 años, que imperialmente se impuso en la primera serie (1m 44,94s) por delante del terrible argelino Djamel Sedjati. Un atleta fuerte, grande y hermosa zancada, Barroso ejecutó con serenidad –“corrí por la calle dos aunque regalara metros para no quedarme encerrado como en el campeonato de España, que fui cuarto”, explica– el plan estudiado con su entrenador en Villafranca, José Ángel Rama, joven curioso, estudioso, entregado al atletismo, que ha hecho de su pueblo un vergel atlético.

El debutante más ilustre de la prueba, el fenómeno tejano Cooper Lutkenhaus, de 16 años, prefirió, más exagerado aún, correr por la calle tres. Fue un visto y no visto en Tokio. Quedó eliminado a la primera.

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