El más manoseado de los poemas de Brecht empieza asegurando que hay quienes luchan un día y son buenos, y finaliza concluyendo que los que luchan toda la vida son los imprescindibles. Pero también sabemos que, en más de un caso, bajo la coraza de idealismo hay un ser humano que deja bastante que desear. Suso Díaz, además de un luchador por los derechos de todos, era una excelente persona. De mortuis nihil nisi bonum, pero ya en vida nadie lo cuestionó, y hay que decirlo, por mucho que ninguna de esas circunstancias —ser comunista y sindicalista, ser buena persona— coticen hoy al alza. Y lo sería —buena persona— se hubiese dedicado a lo que se hubiese dedicado.
El sindicalista nunca tuvo palabras acerbas sobre camaradas desviados o aliados que pasaron a ser más que rivales, ni siquiera con quienes le defraudaron
El más manoseado de los poemas de Brecht empieza asegurando que hay quienes luchan un día y son buenos, y finaliza concluyendo que los que luchan toda la vida son los imprescindibles. Pero también sabemos que, en más de un caso, bajo la coraza de idealismo hay un ser humano que deja bastante que desear. Suso Díaz, además de un luchador por los derechos de todos, era una excelente persona. De mortuis nihil nisi bonum, pero ya en vida nadie lo cuestionó, y hay que decirlo, por mucho que ninguna de esas circunstancias —ser comunista y sindicalista, ser buena persona— coticen hoy al alza. Y lo sería —buena persona— se hubiese dedicado a lo que se hubiese dedicado.
Pero Xesús Díaz Díaz nació en Ferrol, la ciudad de los marinos que lucían entorchados en los buques y de los obreros que los construían. Y lo hizo en 1944, cuando otro ferrolano, un militar resentido porque no le habían dejado vestir el vistoso uniforme azul de la Armada, acaba de ganar una guerra y estrenaba dictadura. Además, era de una familia de izquierdas (su padre, natural de una aldea de Guitiriz, Lugo, había emigrado a Cuba antes de hacerlo a la ciudad departamental). Así que cuando entró como aprendiz en Astano, a los 14 años (solo uno más que aquellos que, 200 años antes, ingresaban en la Marina o en los arsenales), sabía de sobra a qué mitad de la ciudad pertenecía y no tardó en encontrar a sus compañeros.
De aquellos años de lucha y represión, lo que ha quedado grabado en la memoria colectiva fue su culmen, el 10 de marzo de 1972, cuando la policía ametralló a trabajadores en las calles, matando a dos e hiriendo a muchos otros, y los cañones de la Armada apuntaban a los astilleros. Pero Suso, que ya había sido detenido tres años antes, de lo que hablaba era de cómo en el seno del naciente movimiento sindical “había muchas siglas y se debatía muchísimo, pero en la acción éramos uno. Y las familias llevaban comida y mantas a los presos en comisaría que lo necesitaban, sin importar de qué tendencia eran”. Cuando estuvo preso por los sucesos de marzo, su hija tenía un año. “La dejaron que pasara a verme, de la mano de un guardia”, contaba.

Cuando aquella niña, la que en Galicia era conocida como “la hija de Suso Díaz” llegó primero al Congreso y después a la vicepresidencia del Gobierno, Suso pasó a ser en el ámbito estatal “el padre de Yolanda Díaz”. Le enorgullecía, claro, pero no dejaba de lamentar que así vería menos a su nieta, Carmela, “que además estaba empezando a hablar gallego”. Y no se callaba que creía que el destino político de su hija debería estar en Galicia, “pero yo a Yolanda le digo lo que pienso, no lo que tiene que hacer”.
Entre los buenos e incluso entre los imprescindibles, la crítica y la autocrítica eran prácticas tan populares y practicadas como el juego de los chinos a ver quién pagaba las rondas. En el seno de aquel movimiento sindical, en el del Partido Comunista y en las distintas alianzas que tejió y destejió la izquierda era, y desde luego que lo sigue siendo, prácticamente un deporte de alta competición. Suso, que desde su puesto de delineante tenía fama de revisar escrupulosamente cualquier escrito sindical o político, nunca tuvo palabras acerbas sobre camaradas desviados o aliados que pasaron a ser más que rivales. Ni tampoco con su hermano gemelo, Xosé, que después sería militante y diputado autonómico del BNG, ni siquiera con quienes fueron dirigentes suyos en el sindicato o en el partido y cuya trayectoria le defraudó. Cuando esos nombres salían en la conversación se limitaba a mover la cabeza con gesto de incredulidad, o murmurar: “boh, boh”.
Suso Díaz se crio en el barrio de Caranza, uno de aquellos que se habían construido por la vía rápida y barata para que viviesen allí los obreros de los astilleros o los que habían llegado a Ferrol con el ansia de poder serlo. Después, casado y con tres hijos, vivió al otro lado de la ría, en Fene, en el barrio de San Valentín, en las “casas de Astano”, edificadas oportunamente justo al lado del astillero. En su currículo figura que fue secretario general de CC OO de Galicia durante ocho años, pero no que cuando accedió, el cargo no conllevaba sueldo oficial, y cuando lo hubo —y lo cobraba— ni se aproximaba de lejos al que había dejado de percibir en el astillero.
Desde que enviudó y se jubiló vivía con Susana, su compañera, en Santa Cruz, en Oleiros. Precisamente, y por casualidad, en la calle 10 de marzo. Se dedicaba a charlar con sus amigos, a disfrutar de su abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia y a escuchar su enorme colección de vinilos de clásica y de jazz. Y a ayudar a sus hijos, incluida Yolanda. Le enviaba libros (de sociología, de economía, de autores gallegos) y en el lote incluía cuentos en gallego para su nieta Carmela. También viajaba a Madrid cuando necesitaban su ayuda para cuidar a Carmela. Hacía como que era un incordio, pero en el fondo seguro que esperaba esas llamadas de ayuda.
En los últimos tiempos, un cáncer de pulmón, y en las revisiones rutinarias le detectaron otro, más agresivo, en el pulmón sano. Su última actividad pública, antes de una hospitalización que se prolongó un mes y que no logró superar, fue asistir a una manifestación contra el genocidio en Palestina a la que quizá no debería haber ido. Pero como se oía entre los primeros asistentes al tanatorio, hizo con su vida lo que quiso. Dedicarla a la lucha por los demás, y como él mismo reconocía, haber fumado demasiado.