A treinta y siete grados la metáfora es inevitable: Berlín resurgió de sus cenizas y ahora arde como el fénix entre restos del muro más famoso del siglo XX, aviones musealizados y una memoria traumática convertida en reclamo turístico y democrático y cultural, todo junto y a la vez. Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) llegó por primera vez aquí en 1989, cuando aún la ciudad estaba partida en dos. En la parte occidental hablaban de libertad, y en la oriental de pueblo, aunque a esas alturas ya la frontera se estaba resquebrajando y el mundo empezaba a asemejarse a sí mismo. «Recuerdo que era septiembre cuando llegamos. Estaba la gente en la calle, hacía buen tiempo, las tiendas estaban a rebosar, como las terrazas; Berlín me pareció una ciudad preciosa y vital. Después dejamos el coche, cogimos el metro en la estación del zoo y en una sola parada llegamos a la estación de Friedrichstraße. Pasamos por esa frontera absolutamente asfixiante y bastante inquietante. Fue como viajar en el tiempo. Descubrí una ciudad que se había detenido 30 años atrás, una ciudad gris, monocromática, una ciudad lenta. No había nada en los escaparates, no éramos capaces de gastarnos las cinco mil y pico pesetas que te obligaban a cambiar a marcos de la RDA para darte el visado. No había nada para comprar. Era muy sorprendente todo. Recuerdo que a la vuelta, al lado de la puerta de Brandenburgo, tocamos el muro por la parte occidental. Y mi marido dijo una frase que se me quedó grabada: este muro lo verán caer nuestros hijos».Y sigue: «Después, el 9 de noviembre, en el cuarto cumpleaños de mi hijo pequeño, a eso de las nueve y media de la noche, cuando estaba acostando a los críos, mi marido me llamó: Paloma, que se están abriendo las puertas, está cayendo el muro. Tuve la suerte histórica de haber estado ahí antes, igual que he tenido la suerte histórica de estar en las Torres Gemelas de Nueva York dos años antes de los atentados… Me hubiera encantado vivir la caída del muro en directo, estando allí, en esa ciudad, esa noche. Me hubiera gustado sentir esa explosión de libertad, de alegría, esas sensaciones que sintieron tanta gente de un lado y de otro, sobre todo del lado del Este. Las tiendas estuvieron abiertas toda la noche para que pudieran ver los comercios, para que pudieran ver las cosas que no tenían a otro lado». De esa frontera hoy quedan los grafitis y un rumor lejano de la guerra fría, alimentado más por los guías que por los ladrillos. Sánchez-Garnica lleva desde entonces ligada a esta ciudad, a la que debe gran parte de su éxito. Le ha dedicado tres de sus nueve novelas. Empezó ‘La sospecha de Sofía’ (2019), continuó con ‘Últimos días en Berlín’ (2021), con la que fue finalista del premio Planeta, y cerró la tríada con ‘Victoria’ (2024), que le valió, al fin, el galardón. «Yo creo que Berlín es el ejemplo de todo lo que no debió de ocurrir en el siglo XX. No solamente con el nazismo y los totalitarismos, sino también en la Segunda Guerra Mundial. Fue una ciudad absolutamente devastada por las bombas, con una población agonizante que luego fue responsabilizada de todos los males de la guerra. Eso ocurrió en toda Alemania, pero el foco estaba aquí», explica la autora.Después de la guerra llegó la desnazificación, que fue un cambio social. «Se trataba de restablecer los principios morales que había roto el nazismo. En Berlín convivían vencedores y vencidos, los humillados y los responsables. Estaba prohibido confraternizar con el pueblo alemán, se fomentaba el tratarles con desconfianza, con frialdad, pero eso poco a poco se va relajando». Y en esto también había diferencias. En el lado occidental pensaban en el individuo. En el soviético, en cambio, «identifican el nazismo como un elemento del capitalismo, del fascismo. Intentan reeducar la sociedad, no tanto al individuo», comenta.La historia, continúa, enseña lo que nos empeñamos en ignorar: así somos. «No estamos exentos de los males del pasado, como decía Primo Levi. Cualquier amenaza, cualquier conflicto que ha habido antes nos puede suceder a nosotros. Llevamos muchas generaciones viviendo en una sociedad muy acomodada, casi adocenada, aburguesada también, sobre todo en la zona occidente. Y podemos llegar a creernos libres de todo conflicto brutal. Pero esos conflictos sucedieron aquí hace apenas ochenta años, en el centro de Europa. Tenemos una memoria muy frágil. Tendemos a no ver la realidad de un conflicto que sucede a unos miles de kilómetros de aquí, en Ucrania. Al principio nos alarmó, pero ya se ha normalizado, y siguen cayendo bombas en Ucrania. Y siguen muriendo civiles. Y son seres humanos como nosotros». —¿Se parece en algo la propaganda de hoy a la de entonces?—Los principios de Goebbels se siguen cumpliendo. Es la fórmula básica de la propaganda, de la manipulación. Unas veces es más perversa y otras menos, pero al final es lo mismo. Y no solamente la utilizan los políticos. Son muchos los que pretenden llevar a la sociedad por unos derroteros determinados, y eso lo hacen a través de los principios de Goebbels. Y aquí entra la responsabilidad de los ciudadanos de no dejarse llevar por los mensajes facilones. Hay que hacer el esfuerzo de cribar, de analizar la información que te está llegando. Eso conlleva esfuerzo, pero es que si no lo hacemos somos víctimas de la manipulación. A treinta y siete grados la metáfora es inevitable: Berlín resurgió de sus cenizas y ahora arde como el fénix entre restos del muro más famoso del siglo XX, aviones musealizados y una memoria traumática convertida en reclamo turístico y democrático y cultural, todo junto y a la vez. Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) llegó por primera vez aquí en 1989, cuando aún la ciudad estaba partida en dos. En la parte occidental hablaban de libertad, y en la oriental de pueblo, aunque a esas alturas ya la frontera se estaba resquebrajando y el mundo empezaba a asemejarse a sí mismo. «Recuerdo que era septiembre cuando llegamos. Estaba la gente en la calle, hacía buen tiempo, las tiendas estaban a rebosar, como las terrazas; Berlín me pareció una ciudad preciosa y vital. Después dejamos el coche, cogimos el metro en la estación del zoo y en una sola parada llegamos a la estación de Friedrichstraße. Pasamos por esa frontera absolutamente asfixiante y bastante inquietante. Fue como viajar en el tiempo. Descubrí una ciudad que se había detenido 30 años atrás, una ciudad gris, monocromática, una ciudad lenta. No había nada en los escaparates, no éramos capaces de gastarnos las cinco mil y pico pesetas que te obligaban a cambiar a marcos de la RDA para darte el visado. No había nada para comprar. Era muy sorprendente todo. Recuerdo que a la vuelta, al lado de la puerta de Brandenburgo, tocamos el muro por la parte occidental. Y mi marido dijo una frase que se me quedó grabada: este muro lo verán caer nuestros hijos».Y sigue: «Después, el 9 de noviembre, en el cuarto cumpleaños de mi hijo pequeño, a eso de las nueve y media de la noche, cuando estaba acostando a los críos, mi marido me llamó: Paloma, que se están abriendo las puertas, está cayendo el muro. Tuve la suerte histórica de haber estado ahí antes, igual que he tenido la suerte histórica de estar en las Torres Gemelas de Nueva York dos años antes de los atentados… Me hubiera encantado vivir la caída del muro en directo, estando allí, en esa ciudad, esa noche. Me hubiera gustado sentir esa explosión de libertad, de alegría, esas sensaciones que sintieron tanta gente de un lado y de otro, sobre todo del lado del Este. Las tiendas estuvieron abiertas toda la noche para que pudieran ver los comercios, para que pudieran ver las cosas que no tenían a otro lado». De esa frontera hoy quedan los grafitis y un rumor lejano de la guerra fría, alimentado más por los guías que por los ladrillos. Sánchez-Garnica lleva desde entonces ligada a esta ciudad, a la que debe gran parte de su éxito. Le ha dedicado tres de sus nueve novelas. Empezó ‘La sospecha de Sofía’ (2019), continuó con ‘Últimos días en Berlín’ (2021), con la que fue finalista del premio Planeta, y cerró la tríada con ‘Victoria’ (2024), que le valió, al fin, el galardón. «Yo creo que Berlín es el ejemplo de todo lo que no debió de ocurrir en el siglo XX. No solamente con el nazismo y los totalitarismos, sino también en la Segunda Guerra Mundial. Fue una ciudad absolutamente devastada por las bombas, con una población agonizante que luego fue responsabilizada de todos los males de la guerra. Eso ocurrió en toda Alemania, pero el foco estaba aquí», explica la autora.Después de la guerra llegó la desnazificación, que fue un cambio social. «Se trataba de restablecer los principios morales que había roto el nazismo. En Berlín convivían vencedores y vencidos, los humillados y los responsables. Estaba prohibido confraternizar con el pueblo alemán, se fomentaba el tratarles con desconfianza, con frialdad, pero eso poco a poco se va relajando». Y en esto también había diferencias. En el lado occidental pensaban en el individuo. En el soviético, en cambio, «identifican el nazismo como un elemento del capitalismo, del fascismo. Intentan reeducar la sociedad, no tanto al individuo», comenta.La historia, continúa, enseña lo que nos empeñamos en ignorar: así somos. «No estamos exentos de los males del pasado, como decía Primo Levi. Cualquier amenaza, cualquier conflicto que ha habido antes nos puede suceder a nosotros. Llevamos muchas generaciones viviendo en una sociedad muy acomodada, casi adocenada, aburguesada también, sobre todo en la zona occidente. Y podemos llegar a creernos libres de todo conflicto brutal. Pero esos conflictos sucedieron aquí hace apenas ochenta años, en el centro de Europa. Tenemos una memoria muy frágil. Tendemos a no ver la realidad de un conflicto que sucede a unos miles de kilómetros de aquí, en Ucrania. Al principio nos alarmó, pero ya se ha normalizado, y siguen cayendo bombas en Ucrania. Y siguen muriendo civiles. Y son seres humanos como nosotros». —¿Se parece en algo la propaganda de hoy a la de entonces?—Los principios de Goebbels se siguen cumpliendo. Es la fórmula básica de la propaganda, de la manipulación. Unas veces es más perversa y otras menos, pero al final es lo mismo. Y no solamente la utilizan los políticos. Son muchos los que pretenden llevar a la sociedad por unos derroteros determinados, y eso lo hacen a través de los principios de Goebbels. Y aquí entra la responsabilidad de los ciudadanos de no dejarse llevar por los mensajes facilones. Hay que hacer el esfuerzo de cribar, de analizar la información que te está llegando. Eso conlleva esfuerzo, pero es que si no lo hacemos somos víctimas de la manipulación.
Visitamos Berlín con la última premio Planeta, que ha levantado en la ciudad alemana buena parte de su literatura
A treinta y siete grados la metáfora es inevitable: Berlín resurgió de sus cenizas y ahora arde como el fénix entre restos del muro más famoso del siglo XX, aviones musealizados y una memoria traumática convertida en reclamo turístico y democrático y cultural, todo junto y a la vez. Paloma Sánchez-Garnica (Madrid, 1962) llegó por primera vez aquí en 1989, cuando aún la ciudad estaba partida en dos. En la parte occidental hablaban de libertad, y en la oriental de pueblo, aunque a esas alturas ya la frontera se estaba resquebrajando y el mundo empezaba a asemejarse a sí mismo. «Recuerdo que era septiembre cuando llegamos. Estaba la gente en la calle, hacía buen tiempo, las tiendas estaban a rebosar, como las terrazas; Berlín me pareció una ciudad preciosa y vital. Después dejamos el coche, cogimos el metro en la estación del zoo y en una sola parada llegamos a la estación de Friedrichstraße. Pasamos por esa frontera absolutamente asfixiante y bastante inquietante. Fue como viajar en el tiempo. Descubrí una ciudad que se había detenido 30 años atrás, una ciudad gris, monocromática, una ciudad lenta. No había nada en los escaparates, no éramos capaces de gastarnos las cinco mil y pico pesetas que te obligaban a cambiar a marcos de la RDA para darte el visado. No había nada para comprar. Era muy sorprendente todo. Recuerdo que a la vuelta, al lado de la puerta de Brandenburgo, tocamos el muro por la parte occidental. Y mi marido dijo una frase que se me quedó grabada: este muro lo verán caer nuestros hijos».
Y sigue: «Después, el 9 de noviembre, en el cuarto cumpleaños de mi hijo pequeño, a eso de las nueve y media de la noche, cuando estaba acostando a los críos, mi marido me llamó: Paloma, que se están abriendo las puertas, está cayendo el muro. Tuve la suerte histórica de haber estado ahí antes, igual que he tenido la suerte histórica de estar en las Torres Gemelas de Nueva York dos años antes de los atentados… Me hubiera encantado vivir la caída del muro en directo, estando allí, en esa ciudad, esa noche. Me hubiera gustado sentir esa explosión de libertad, de alegría, esas sensaciones que sintieron tanta gente de un lado y de otro, sobre todo del lado del Este. Las tiendas estuvieron abiertas toda la noche para que pudieran ver los comercios, para que pudieran ver las cosas que no tenían a otro lado». De esa frontera hoy quedan los grafitis y un rumor lejano de la guerra fría, alimentado más por los guías que por los ladrillos.
Sánchez-Garnica lleva desde entonces ligada a esta ciudad, a la que debe gran parte de su éxito. Le ha dedicado tres de sus nueve novelas. Empezó ‘La sospecha de Sofía’ (2019), continuó con ‘Últimos días en Berlín’ (2021), con la que fue finalista del premio Planeta, y cerró la tríada con ‘Victoria’ (2024), que le valió, al fin, el galardón. «Yo creo que Berlín es el ejemplo de todo lo que no debió de ocurrir en el siglo XX. No solamente con el nazismo y los totalitarismos, sino también en la Segunda Guerra Mundial. Fue una ciudad absolutamente devastada por las bombas, con una población agonizante que luego fue responsabilizada de todos los males de la guerra. Eso ocurrió en toda Alemania, pero el foco estaba aquí», explica la autora.
Después de la guerra llegó la desnazificación, que fue un cambio social. «Se trataba de restablecer los principios morales que había roto el nazismo. En Berlín convivían vencedores y vencidos, los humillados y los responsables. Estaba prohibido confraternizar con el pueblo alemán, se fomentaba el tratarles con desconfianza, con frialdad, pero eso poco a poco se va relajando». Y en esto también había diferencias. En el lado occidental pensaban en el individuo. En el soviético, en cambio, «identifican el nazismo como un elemento del capitalismo, del fascismo. Intentan reeducar la sociedad, no tanto al individuo», comenta.
La historia, continúa, enseña lo que nos empeñamos en ignorar: así somos. «No estamos exentos de los males del pasado, como decía Primo Levi. Cualquier amenaza, cualquier conflicto que ha habido antes nos puede suceder a nosotros. Llevamos muchas generaciones viviendo en una sociedad muy acomodada, casi adocenada, aburguesada también, sobre todo en la zona occidente. Y podemos llegar a creernos libres de todo conflicto brutal. Pero esos conflictos sucedieron aquí hace apenas ochenta años, en el centro de Europa. Tenemos una memoria muy frágil. Tendemos a no ver la realidad de un conflicto que sucede a unos miles de kilómetros de aquí, en Ucrania. Al principio nos alarmó, pero ya se ha normalizado, y siguen cayendo bombas en Ucrania. Y siguen muriendo civiles. Y son seres humanos como nosotros».
—¿Se parece en algo la propaganda de hoy a la de entonces?
—Los principios de Goebbels se siguen cumpliendo. Es la fórmula básica de la propaganda, de la manipulación. Unas veces es más perversa y otras menos, pero al final es lo mismo. Y no solamente la utilizan los políticos. Son muchos los que pretenden llevar a la sociedad por unos derroteros determinados, y eso lo hacen a través de los principios de Goebbels. Y aquí entra la responsabilidad de los ciudadanos de no dejarse llevar por los mensajes facilones. Hay que hacer el esfuerzo de cribar, de analizar la información que te está llegando. Eso conlleva esfuerzo, pero es que si no lo hacemos somos víctimas de la manipulación.
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