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Los injustos

junio 26, 2025
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Como tantas cosas en la vida, le debo a Borges la primera noticia que tuve, hace ya algunos años, sobre la leyenda judía de los «justos ocultos». En su ‘Libro de los seres imaginarios’, los describía como «treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios». Estos Tzadikim Nistarim o Lamed Wufniks, de acuerdo a la denominación en hebreo y en yiddish, respectivamente, debían cumplir con algunos requisitos: ser pobres, ser buenos, no conocerse entre sí y, lo más importante, no saber que ellos mismos eran unos de estos «secretos pilares del Universo». En el momento en que uno de los justos se reconocía como tal, dejaba de serlo. Llama la atención que hayan sido los comunistas quienes, en la primera mitad del siglo XIX, reclamaron para sí la denominación de ‘justos’. La Liga de los Justos fue fundada en París en 1837 y diez años después pasaría a llamarse La Liga de los Comunistas. Es en este contexto que Marx y Engels van a redactar el ‘Manifiesto comunista’. Marx y Engels, a su vez, habían formado parte del grupo de ‘Jóvenes hegelianos’. Pedro Sánchez, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda que «la izquierda no es corrupta»De esta intoxicación de Hegel vendrá ese batiburrillo de materialismo y trascendencia que desde entonces define a los movimientos revolucionarios y a sus (Lenin dixit) infantiles subproductos de hoy que se agrupan bajo la etiqueta de izquierda. Estas cosas las explica mucho mejor que yo José Luis Pardo en su imprescindible libro ‘Estudios del malestar’, que no me canso de recomendar. Cien años después del ‘Manifiesto comunista’, Albert Camus escribiría una obra de teatro en la que, con su característico punto de vista incisivo y desapasionado, mostraba la deriva totalitaria de semejante autopercepción histórica. En ‘Los justos’, de 1949, vemos a un grupo de jóvenes revolucionarios planificando un atentado terrorista. El debate entre Iván Kaliayev, que renuncia a lanzar la bomba al carruaje del duque al ver que este viajaba con sus pequeños sobrinos, y Stepan, que defiende la idea de convertirse en criminal para «que la tierra se cubra al fin de inocentes», establece el marco de la discusión en el que los nuevos justos de la tierra ponderan cuánta sangre es legítimo derramar para imponer su concepto de justicia. Como un residuo inconsciente de este delirio de superioridad, cuya puesta en práctica costó millones de vidas humanas en el siglo XX, queda el tic aristocrático cuando hoy alguien te dice que es de izquierdas. Esa grandeza moral es como un miembro fantasma que muchísimos militantes y compañeros de ruta se acarician con mórbida insistencia, en especial cuando la realidad les refuta su nobleza de espíritu. A esta baja pasión narcisista recurren políticos como Pedro Sánchez, quien, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda, como si de una verdad teológica se tratara, que «la izquierda no es corrupta, la izquierda no roba».El problema no es solo que un presidente de Gobierno mienta tan descaradamente como lo hace Pedro Sánchez cada día. Sino que sus votantes todavía le crean y se vayan a casa desmenuzando su mendrugo de virtud, repitiendo como un rosario una serie de consignas para justificarse ante Dios o ante la Historia. Como tantas cosas en la vida, le debo a Borges la primera noticia que tuve, hace ya algunos años, sobre la leyenda judía de los «justos ocultos». En su ‘Libro de los seres imaginarios’, los describía como «treinta y seis hombres rectos cuya misión es justificar el mundo ante Dios». Estos Tzadikim Nistarim o Lamed Wufniks, de acuerdo a la denominación en hebreo y en yiddish, respectivamente, debían cumplir con algunos requisitos: ser pobres, ser buenos, no conocerse entre sí y, lo más importante, no saber que ellos mismos eran unos de estos «secretos pilares del Universo». En el momento en que uno de los justos se reconocía como tal, dejaba de serlo. Llama la atención que hayan sido los comunistas quienes, en la primera mitad del siglo XIX, reclamaron para sí la denominación de ‘justos’. La Liga de los Justos fue fundada en París en 1837 y diez años después pasaría a llamarse La Liga de los Comunistas. Es en este contexto que Marx y Engels van a redactar el ‘Manifiesto comunista’. Marx y Engels, a su vez, habían formado parte del grupo de ‘Jóvenes hegelianos’. Pedro Sánchez, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda que «la izquierda no es corrupta»De esta intoxicación de Hegel vendrá ese batiburrillo de materialismo y trascendencia que desde entonces define a los movimientos revolucionarios y a sus (Lenin dixit) infantiles subproductos de hoy que se agrupan bajo la etiqueta de izquierda. Estas cosas las explica mucho mejor que yo José Luis Pardo en su imprescindible libro ‘Estudios del malestar’, que no me canso de recomendar. Cien años después del ‘Manifiesto comunista’, Albert Camus escribiría una obra de teatro en la que, con su característico punto de vista incisivo y desapasionado, mostraba la deriva totalitaria de semejante autopercepción histórica. En ‘Los justos’, de 1949, vemos a un grupo de jóvenes revolucionarios planificando un atentado terrorista. El debate entre Iván Kaliayev, que renuncia a lanzar la bomba al carruaje del duque al ver que este viajaba con sus pequeños sobrinos, y Stepan, que defiende la idea de convertirse en criminal para «que la tierra se cubra al fin de inocentes», establece el marco de la discusión en el que los nuevos justos de la tierra ponderan cuánta sangre es legítimo derramar para imponer su concepto de justicia. Como un residuo inconsciente de este delirio de superioridad, cuya puesta en práctica costó millones de vidas humanas en el siglo XX, queda el tic aristocrático cuando hoy alguien te dice que es de izquierdas. Esa grandeza moral es como un miembro fantasma que muchísimos militantes y compañeros de ruta se acarician con mórbida insistencia, en especial cuando la realidad les refuta su nobleza de espíritu. A esta baja pasión narcisista recurren políticos como Pedro Sánchez, quien, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda, como si de una verdad teológica se tratara, que «la izquierda no es corrupta, la izquierda no roba».El problema no es solo que un presidente de Gobierno mienta tan descaradamente como lo hace Pedro Sánchez cada día. Sino que sus votantes todavía le crean y se vayan a casa desmenuzando su mendrugo de virtud, repitiendo como un rosario una serie de consignas para justificarse ante Dios o ante la Historia.  

El animal singular

De los ‘justos ocultos’ que Borges imaginó al mesianismo moral que la izquierda invoca frente a la corrupción cuando la realidad refuta su nobleza de espíritu

Retrato de Karl Marx

Como tantas cosas en la vida, le debo a Borges la primera noticia que tuve, hace ya algunos años, sobre la leyenda judía de los «justos ocultos». En su ‘Libro de los seres imaginarios’, los describía como «treinta y seis hombres rectos cuya misión … es justificar el mundo ante Dios».

Estos Tzadikim Nistarim o Lamed Wufniks, de acuerdo a la denominación en hebreo y en yiddish, respectivamente, debían cumplir con algunos requisitos: ser pobres, ser buenos, no conocerse entre sí y, lo más importante, no saber que ellos mismos eran unos de estos «secretos pilares del Universo». En el momento en que uno de los justos se reconocía como tal, dejaba de serlo.

Llama la atención que hayan sido los comunistas quienes, en la primera mitad del siglo XIX, reclamaron para sí la denominación de ‘justos’. La Liga de los Justos fue fundada en París en 1837 y diez años después pasaría a llamarse La Liga de los Comunistas. Es en este contexto que Marx y Engels van a redactar el ‘Manifiesto comunista’. Marx y Engels, a su vez, habían formado parte del grupo de ‘Jóvenes hegelianos’.

Pedro Sánchez, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda que «la izquierda no es corrupta»

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De esta intoxicación de Hegel vendrá ese batiburrillo de materialismo y trascendencia que desde entonces define a los movimientos revolucionarios y a sus (Lenin dixit) infantiles subproductos de hoy que se agrupan bajo la etiqueta de izquierda. Estas cosas las explica mucho mejor que yo José Luis Pardo en su imprescindible libro ‘Estudios del malestar’, que no me canso de recomendar.

Cien años después del ‘Manifiesto comunista’, Albert Camus escribiría una obra de teatro en la que, con su característico punto de vista incisivo y desapasionado, mostraba la deriva totalitaria de semejante autopercepción histórica. En ‘Los justos’, de 1949, vemos a un grupo de jóvenes revolucionarios planificando un atentado terrorista.

El debate entre Iván Kaliayev, que renuncia a lanzar la bomba al carruaje del duque al ver que este viajaba con sus pequeños sobrinos, y Stepan, que defiende la idea de convertirse en criminal para «que la tierra se cubra al fin de inocentes», establece el marco de la discusión en el que los nuevos justos de la tierra ponderan cuánta sangre es legítimo derramar para imponer su concepto de justicia.

Como un residuo inconsciente de este delirio de superioridad, cuya puesta en práctica costó millones de vidas humanas en el siglo XX, queda el tic aristocrático cuando hoy alguien te dice que es de izquierdas. Esa grandeza moral es como un miembro fantasma que muchísimos militantes y compañeros de ruta se acarician con mórbida insistencia, en especial cuando la realidad les refuta su nobleza de espíritu.

A esta baja pasión narcisista recurren políticos como Pedro Sánchez, quien, en medio del mayor escándalo de corrupción del PSOE, nos recuerda, como si de una verdad teológica se tratara, que «la izquierda no es corrupta, la izquierda no roba».

El problema no es solo que un presidente de Gobierno mienta tan descaradamente como lo hace Pedro Sánchez cada día. Sino que sus votantes todavía le crean y se vayan a casa desmenuzando su mendrugo de virtud, repitiendo como un rosario una serie de consignas para justificarse ante Dios o ante la Historia.

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